Domingo, 28 de Abril de 2024

La Reforma indispensable (XXXVIII): Donde Lutero se equivocó

Domingo, 1 de Marzo de 2015

Durante los últimos meses, he ido desarrollando en distintas entregas una serie en la que he señalado no sólo por qué la reforma del siglo XVI era absolutamente indispensable sino que también he dejado constancia partiendo de las fuentes históricas de cómo la iglesia católica había alcanzado un grado de corrupción del evangelio que apenas permitía calificarla como cristiana en el fondo o en la forma.

​El mérito mayor de Lutero – y con él de otros reformadores en Europa – fue apuntar a la Biblia como vía de corrección de una senda de corrupción del Evangelio y de escandalosa paganización que había comenzado siglos atrás. La conclusión sobre esos aportes la dejo para futuras entregas, pero ahora resulta indispensable señalar los límites de los aportes de Lutero y sus equivocaciones. De manera bien significativa, los errores de Lutero – a fin de cuentas un antiguo monje agustino - se produjeron precisamente en aquellos aspectos en los que no logró emanciparse del todo del desarrollo histórico seguido por la iglesia católica durante la Edad Media.

 

1. Separación de iglesia y estado. El siglo IV constituyó una fecha aciaga en la Historia del cristianismo. Por un lado, implicó la absorción masiva del paganismo que cristalizó en lo que sería la iglesia católico-romana; por otro, incluyó un maridaje entre la iglesia y el estado que se revelaría funesto. El primer aspecto – incómodo para cualquier católico por lo que descubre de su religión – ha sido reconocido por el cardenal Newman en un texto que resulta paradigmático:

“En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia” (J. H. Newman, An Essay on the Development of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373. El énfasis es nuestro).

El segundo aspecto tendría una repercusión no menor. Como decía el director de una de las emisoras locales de COPE de un famoso cardenal, la jerarquía eclesial se acostaría con el poder político en busca de beneficios. Cuando el poder político fue fuerte, las iglesias se plegarían a él como sucedería con la iglesia católico-romana durante buena parte de la Edad Media en que el imperio alemán o las familias romanas designaron a los papas o con la iglesia greco-ortodoxa controlada por el emperador de Bizancio. Al respecto, no deja de ser revelador que el concilio de Nicea – en el que no estuvo el obispo de Roma – fuera convocado e inaugurado por el emperador Constantino y no por los obispos. Por el contrario, cuando el poder político se debilitó, la jerarquía eclesiástica procuró imponerse lo que sucedió con el obispo de Roma al producirse el colapso del imperio en el siglo V.

Durante la Edad Media, no faltaron los movimientos de Reforma – valdenses, hermanos checos, hussitas… - que pretendieron regresar a una separación de iglesia y estado como la contenida en el Nuevo Testamento. No fue el caso del papado que pretendió estar por encima de los reyes y destituirlos cuando así le convenía.

Lutero reaccionó de manera desigual frente a estos dos fenómenos. Guste o no reconocerlo, la iglesia católico-romana es un híbrido en el que el paganismo tiene un peso espectacular y frente a esa realidad innegable, el simple regreso a la Biblia se tradujo en una purificación notable de la vida espiritual. Menos afortunado fue Lutero en la segunda gran herida que el siglo IV dejó en el alma del cristianismo. Lutero creía – lo mismo pensaba Erasmo - ciertamente en el papel de los príncipes en el impulso de la Reforma. No abogó jamás por una inquisición como la católica; fue condenado por una bula papal por sostener que no se podía ejecutar a los herejes y era adversario de la persecución por razones religiosas. Todo ello implicó un extraordinario avance sobre las posiciones defendidas por la iglesia católica hasta la segunda mitad del siglo XX, pero Lutero no llegó a contemplar la plena separación entre la iglesia y el estado. Sin embargo, como en tantas cuestiones, el camino ya había quedado abierto. En apenas unos años, la libertad religiosa sería una realidad en la Europa reformada mientras que sería condenada expresamente por los papas vez tras vez y perseguida ferozmente en las naciones católicas hasta finales del siglo XX. La senda abierta por la Reforma – precisamente por apelar a la Biblia - trascendería así de las posiciones de Lutero que, en este punto, sólo se emancipó parcialmente de las tesis católico-romanas.

 

2. Antisemitismo.

Esa dependencia del catolicismo medieval vivida por Lutero quedó de manifiesto en forma especialmente trágica en relación con el feroz antisemitismo católico. A lo largo de la Historia no ha existido ninguna organización que haya enseñado y practicado el antisemitismo por más tiempo – más de milenio y medio - que la iglesia católica. Su maridaje con el imperio romano se tradujo entre otras consecuencias en la adopción de normas antisemitas y, a lo largo de la Edad Media, no sólo la difusión de un mensaje antisemita sino también en la legislación contraria a los judíos, la imposición de marcas infamantes, la creación de ghettos donde recluir a los judíos y los saqueos y matanzas de que éstos fueron víctimas. Respaldado por el papado, la jerarquía episcopal y las órdenes religiosas, el antisemitismo fue un árbol de odio cuyos frutos consumieron con fruición los fieles católicos y sufrieron, siglo tras siglo, los judíos. En 1393, en España, ese antisemitismo impulsado por la iglesia católica se tradujo en una oleada de pogromos en que se exterminó a un tercio de los judíos españoles y se forzó la conversión al catolicismo de otro tercio. Menos de un siglo después, en 1492, tras una acusación de crimen ritual, tuvo lugar la expulsión de los judíos. España no era, lamentablemente, una excepción. A decir verdad, las calumnias, expulsiones, pogromos y agresiones contra judíos habían caracterizado trágicamente a la Europa católica y la seguirían caracterizando hasta el Holocausto. En esa mentalidad típicamente católica creció y fue educado Lutero.

Llama por eso la atención que, inicialmente, Lutero manifestara una compasión hacia los judíos notable señalando que no era extraña su aversión hacia el cristianismo teniendo en cuenta lo que la iglesia católica les había hecho padecer durante siglos. Con todo, Lutero no dedicó especial atención a los judíos inmerso como estaba en otras cuestiones. Semejante tónica cambió poco antes de su muerte al escribir un panfleto titulado De los judíos y sus mentiras en el que propugnaba la solución llevada a cabo – literalmente – “por los Reyes de España”, es decir, la expulsión. El cambio de actitud de Lutero y la redacción de su panfleto derivó de conocer los pasajes del Talmud donde se afirma que la madre de Jesús era una ramera y Jesús, un bastardo. Esos mismos pasajes – bien desagradables porque en uno se llega a decir que Jesús es atormentado en el infierno sumergido en excrementos en estado de ebullición – habían provocado la quema y expurgación del Talmud en la Edad Media por orden directa de papas y obispos. La reacción de Lutero, especialmente desde nuestra óptica, fue exagerada. En el clima de la época – y sobre todo comparada con España donde existían incluso estatutos de limpieza de sangre que excluían a los descendientes de judíos conversos – resultó casi moderada. Eso explica que semejante escrito fuera uno de los pocos no atacado por la iglesia católica que tenía una postura mucho más radical en lo que al antisemitismo se refiere que la de Lutero y que había celebrado papalmente la Expulsión de los judíos de España. Y sin embargo… sin embargo, el aliento de libertad nacido de la Reforma ya había entrado en muchos corazones y Lutero no fue escuchado en su pretensión ni por los príncipes reformados que mantuvieron a los judíos en su territorio ni por su mano derecha, Felipe Melanchton, que se manifestó en contra de adoptar medida tan católica. De hecho, hubo pastores reformados que defendieron en ese mismo momento a los judíos de la posibilidad de expulsión apelando a las Escrituras. Semejante posibilidad no sólo era implanteable en España sino, en general, en todo el mundo católico. De hecho, si Lutero se hubiera limpiado de los resabios católicos totalmente y sido consecuente con los principios bíblicos de manera total habría llegado a las mismas conclusiones que otros reformados.

3. Organización eclesial.

La realidad eclesial con la que se encontró Lutero difícilmente podría haber estado más lejos de lo que encontramos en el Nuevo Testamento en relación con el cristianismo primitivo. Junto con una corrupción sistémica, una superstición generalizada, un paganismo institucionalizado y una simonía global – todo ello desde el papa hasta los fieles más modestos – la iglesia católica se caracterizaba por la creación y utilización de un sistema represivo que lo mismo torturaba y ejecutaba a los disidentes que presionaba a los monarcas para aumentar sus privilegios o que desencadenaba guerras para expandir los Estados pontificios. No sorprende que semejante sistema – en nada parecido a las enseñanzas de Jesús –a su vez hubiera creado un organigrama clerical no sólo con instancias desconocidas en la Biblia sino fuera del cual se negaba la posibilidad de salvación a los seres humanos. Dentro de la iglesia podía aspirarse a la salvación; fuera de ella, no existía. Al fin y a la postre, Cristo había sido sustituido por el sistema eclesial católico-romano desarrollado durante la Edad Media.

El regreso a la Biblia impulsado por Lutero se tradujo en una deslegitimación global de ese sistema que había evolucionado a espaldas de las enseñanzas de Jesús y sustentado en elementos tan diversos como las religiones pre-cristianas, la filosofía helénica o el derecho romano. Sin embargo, como en los aspectos ya señalados, no resultó total. El mismo Lutero lo reconocía en un escrito de 1526 titulado Del tercer orden del culto. Lutero se refiere en ese opúsculo a tres tipos de culto. Uno en latín podía seguir celebrándose para estudiantes – el latín era el lenguaje universitario en aquella época - si así se consideraba oportuno aunque habría sido ideal que se conociera tan bien el hebreo y el griego que se celebrara en la lengua vernácula, el latín, el hebreo y el griego. El segundo tipo destinado a la mayoría de los fieles sería en la lengua vernácula – el Vaticano II necesitaría casi medio milenio para llegar a ese punto - pero el tercero es el que resulta de mayor interés. El tercer orden descrito por Lutero constituye una clara descripción de lo que el Nuevo Testamento establece que debería ser una iglesia local. Los cultos, por ejemplo, podrían tener lugar en una casa – como había sucedido en el cristianismo primitivo antes del siglo IV – y los fieles se reunirían para orar, bautizar, estudiar la Biblia y participar de la Cena del Señor. Existiría además un fondo de ayuda económica de carácter voluntario - y no derivado de contribuciones obligadas o del dinero estatal – y la disciplina eclesial se aplicaría según la regla enseñada por Jesús en Mateo 18: 15 ss. Dicho sea de paso sería una disciplina bíblica que se encuentra a años luz de conceptos medievales – que no bíblicos - como el de la confesión de los pecados a un clérigo o las indulgencias. Nunca se acercó tanto Lutero a lo que la Biblia enseña sobre las comunidades locales de creyentes a las que el Nuevo Testamento denomina iglesias, es decir, asambleas. Sin embargo, en ese mismo texto, Lutero reconoce que no conocía a mucha gente que estuviera dispuesta a amoldarse a ese modelo neo-testamentario y, por eso mismo, había decidido no intentar aplicarlo de momento. Posiblemente, se encuentre en esa actitud la clave de la teología sacramental de Lutero. Comparada con la católica implicaba una limpieza notable de paganismo y helenismo, pero no un regreso total a las enseñanzas bíblicas. Una vez más, Lutero se dejó arrastrar por el peso del catolicismo vivido durante las primeras décadas de su vida. Sin embargo, también una vez más, la senda abierta por sus tesis de regreso a la Biblia era irreversible y resultaría positivamente fecunda. Los reformadores siguientes irían avanzando hacia modelos cada vez más ajustados a la enseñanza bíblica.

 

Con todo, en otros aspectos, Lutero sí logró liberarse totalmente de las numerosas excrecencias añadidas al cristianismo por la iglesia católico-romana. Ahí los aportes fueron excepcionales – aunque no únicos – y a ellos nos referiremos en las próximas semanas.

CONTINUARÁ

La Reforma indispensable (XXXIX)

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