Jueves, 2 de Mayo de 2024

La Reforma indispensable (LV): En que acertó Lutero (VIII): Solo Christo (III)

Domingo, 17 de Mayo de 2015
Señalaba yo en mi última entrega como el sistema romano había ido usurpando a Cristo una tras otra de sus atribuciones y cómo una de las características de la Reforma fue la de, tras regresar a la Biblia, devolver a Cristo lo que era suyo y colocarlo de nuevo en el centro de la vida de los cristianos.

La iglesia de Roma podía pretender que Pedro (petros en el texto del Nuevo Testamento) era la piedra (petra) – en realidad, roca - sobre la que se asentaba la iglesia, pero la Reforma recordaba pasajes como I Corintios 10: 4 donde se afirmaba que “todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de una roca espiritual que los seguía; y la roca (petra, en griego) era Cristo”. A fin de cuentas, el Vaticano podía decir lo que quisiera y afirmar que el fundamento de la iglesia era Pedro – y, sus presuntos sucesores, los obispos de Roma - pero la Biblia afirmaba que “nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, el cual es Jesucristo” (I Corintios 3: 11) y el mismo Pedro afirmaba en su I carta capítulo 2 y versículos del 4 al 8 que la Piedra sobre la que estaba levantada la iglesia no era él sino Cristo.

La verdad es que cualquiera que conozca mínimamente el griego sabe que la pretensión de que Pedro es la piedra sobre la que se basa la iglesia no sólo es errónea sino incluso ridícula. La piedra es “petra”, es decir, una roca, calificativo que siempre se aplica al mesías. Pedro, por el contrario, es “petros”, es decir, una piedra pequeña.

No sorprende que no existiera jamás un consenso en los primeros siglos ni sobre la aplicación del pasaje de la Roca a Pedro – como pretende la iglesia de Roma - ni mucho menos sobre la idea de que hubiera que someterse al obispo de Roma como sucesor de Pedro y superior a los otros obispos. Los ejemplos que podrían aducirse al respecto darían para un tratado más que voluminoso, pero bastará con citar algunos de ellos.

Tertuliano, por ejemplo, señaló tajantemente que Pedro no es la piedra sobre la que se basa la iglesia (The Ante-Nicene Fathers (Grand Rapids: Eerdmans, 1951), Volume IV, Tertullian, On Modesty 21, p. 99). De la misma manera, Orígenes indicó que Pedro no era más esa piedra que Juan o que los creyentes (Allan Menzies, Ante–Nicene Fathers (Grand Rapids: Eerdmans, 1951), Origen, Commentary on Matthew, Chapters 10-11). Eusebio, al que debemos la primera Historia del cristianismo, afirmó taxativamente que la Roca era Cristo: “La roca además era Cristo. Porque, como el apóstol indica con estas palabras: “No se puede poner otro fundamento que el que está puesto que es Cristo Jesús” (Commentary on the Psalms, M.P.G., Vol. 23, Col. 173, 176). El mismo Agustín insistió en que la Roca es Cristo señalando: “Por que le fue dicho “Tu eres Pedro” y no “tu eres la Roca”. Pero la roca era Cristo”. (The Fathers of the Church (Washington D.C., Catholic University, 1968), Saint Augustine, The Retractations Chapter 20.1). En ello coincidía con Ambrosio que afirmó igualmente que la Roca es Cristo: “Cristo es la roca, porque “bebieron de la misma roca espiritual que los seguía y la roca era Cristo” (I Corintios 10: 4). El mismo Cipriano – al que algunos apologistas católicos con más celo que conocimiento han querido convertir en base de una defensa del Pedro-Roca - no sostuvo nunca que Pedro fuera el fundamento de la iglesia y así lo han reconocido incluso autores católicos. Así, por ejemplo, el católico Michael Winter señala: “Cipriano usó el texto petrino de Mateo para defender la autoridad episcopal, pero muchos teólogos posteriores influidos por las conexiones papales del texto, han interpretado a Cipriano en un sentido pro-papal que era ajeno a su pensamiento. Cipriano utilizó Mateo 16 para defender la autoridad de cualquier obispo, pero puesto que se dio la circunstancia de que lo empleó a a causa del obispo de Roma, creó la impresión de que lo entendía como refiriéndose a la autoridad papal… tanto católicos como protestantes coinciden ahora de manera general en que Cipriano no atribuyó una autoridad superior a Pedro (Michael Winter, St. Peter and the Popes (Baltimore: Helikon, 1960), pp. 47-48). Por supuesto, Winter se refería a los católicos que sabían Historia y no a los fanáticos o ignorantes o beneficiados por el sistema romano.

Con todo, el testimonio católico más importante en el sentido de que aquellos católicos que saben Historia saben también que no se puede identificar a Pedro con la piedra-Roca sobre la que sustenta la iglesia y que además esa opinión no fue sostenida nunca durante los primeros siglos es el de Dollinger. Sobre este tema, Dollinger escribió así:

“En los tres primeros siglos, san Ireneo es el único escritor que conecta la superioridad de la iglesia romana con la doctrina, pero coloca esta superioridad, correctamente entendida, sólo en su antigüedad, su doble origen apostólico y en la circunstancia de la pura tradición guardada y mantenida allí a través del concurso constante de los fieles de todos los países. Tertuliano, Cipriano, Lactancio no saben nada de una prerrogativa especial del papa o de cualquier derecho superior o supremo a decidir en materia de doctrina. En los escritos de los doctores griegos, Eusebio, san Atanasio, san Basilio el grande, los dos Gregorios y san Epifanio, no existe una palabra acerca de ninguna prerrogativa del obispo romano. El más copioso de los padres griegos, san Juan Crisóstomo, está totalmente callado sobre el tema e igualmente lo están los dos Cirilos. Igualmente callados están los latinos, Hilario, Paciano, Zenón, Lucifer, Sulpicio y san Ambrosio. San Agustín ha escrito más de la iglesia, su unidad y autoridad, que todos los otros Padres puestos juntos. Sin embargo, de todas sus numerosas obras, que llenan diez folios, sólo una frase, en una carta, puede ser citada, donde dice que el principado de la cátedra apostólica ha estado siempre en Roma – lo que, por supuesto, podría ser dicho entonces con igual verdad de Antioquía, Jerusalén y Alejandría. Cualquier lector de su carta pastoral a los donatistas separados sobre la unidad de la iglesia debe encontrar inexplicable que en esos setenta y cinco capítulos no exista una sola palabra sobre la necesidad de la comunión con Roma como el centro de unidad. Utiliza toda clase de argumentos para mostrar que los donatistas están obligados a regresar a la Iglesia, pero de la sede papal, como uno de ellos, no dice una sola palabra. Tenemos una copiosa literatura sobre las sectas y herejías cristianas de los seis primeros siglos. Ireneo, Hipólito, Epifanio, Filastrio, san Agustín, y más tarde, Leoncio y Timoteo nos han dejado relatos sobre ellas hasta el número de ochenta, pero ni a una sola se le reprocha el rechazar la autoridad del papa en asuntos de fe. Todo esto resulta suficientemente inteligible si observamos la interpretación patrística de las palabras de Cristo a san Pedro. De todos los Padres que interpretan estos pasajes en los Evangelios (Mateo 16: 18; Juan 21: 17) ni uno solo las aplica a los obispos de Roma como sucesores de Pedro. ¡Cuántos Padres se han ocupado con estos textos, pero ni uno de ellos cuyos comentarios poseemos – Orígenes, Crisóstomo, Hilario, Agustín, Cirilo, Teodoreto y aquellos cuyas interpretaciones están recogidas en catenas – han dejado el más mínimo indicio de que la primacía de Roma es la consecuencia de la comisión y promesa a Pedro! Ni uno de ellos ha explicado la roca o fundamento sobre el cual Cristo edificaría Su Iglesia en relación como que el oficio dado a Pedro fuera transmitido a sus sucesores, sino que lo comprendieron o en relación con Cristo mismo o con la confesión de fe de Pedro en Cristo; a menudo de ambos juntos. O además pensaron que Pedro era el fundamento igual que todos los otros apóstoles, siendo los doce juntos las piedras de fundamento de la Iglesia (Apocalipsis 21: 14). Los Padres no pudieron reconocer menos en el poder de las llaves y el poder de atar y desatar, una prerrogativa especial o señorío de los obispos romanos, de la misma manera que – lo que es obvio para cualquiera a primera vista – no consideraron un poder dado primero a Pedro y después conferido en precisamente las mismas palabras sobre todos los Apóstoles, como algo peculiar a él, o hereditario en la línea de los obispos romanos, y sostuvieron que el símbolo de las llaves significaba exactamente lo mismo que la expresión figurativa de atar y desatar” (Janus (Johann Joseph Ignaz von Dollinger), The Pope and the Council (Boston: Roberts, 1869), pp. 70-74).

 

La cita de Dollinger es larga, pero muy importante en el mejor especialista católico en Historia del cristianismo. No sorprende que abandonara la iglesia de Roma cuando ésta decidió convertir en infalible al papa apenas dos años después. No sorprende porque, a fin de cuentas, sabía Historia y, aparte de la Biblia, no hay mayor enemigo de la iglesia de Roma que la Historia.

Tanto el testimonio de la Biblia que es contundente, como el de la Historia son frontalmente opuestos a la teología católica que se fue desarrollando con el paso del tiempo y que resulta – seamos plenamente sinceros - aberrante porque va despojando a Cristo de su gloria para vestir con ella a un monarca de una monarquía rezumante de sangre y corrupción a lo largo de los siglos.

No menos grave que las maniobras que han usurpado a Cristo su papel como cabeza de la iglesia, como único sumo sacerdote sobre la iglesia y como roca sobre la que se sustenta la iglesia son aquellas que atacan su ministerio como pastor y como único salvador.

Es muy común que los católicos se refieran a la obligación imperativa que supuestamente tendrían los cristianos de someterse a Roma apelando al texto de Juan 10: 16 que dice: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor”. Supuestamente, Jesús estaría afirmando que un día todos los que creyeran en él estarían bajo la autoridad del papa. El disparate exegético que significa esa afirmación es realmente colosal, pero, por añadidura, una vez más el sistema romano se permite apartar a Cristo de su oficio para otorgárselo a su cabeza, el papa. Basta leer los versículos anteriores para ver que ese pastor no es otro que Jesús: “Volvió, pues, Jesús a decirles: De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas.Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores; pero no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos. El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa. Así que el asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y pongo mi vida por las ovejas” (Juan 10: 7-15). Ese pastor traería un día a otras ovejas que no eran de ese redil original – el pueblo de Israel – porque eran gentiles y juntas formarían un solo rebaño cuyo pastor no sería un teócrata asentado en Roma sino el mesías. Una vez más, el papado se permitía – y se permite – la blasfema osadía de usurpar a Cristo lo que sólo a él le pertenece.

 

El último ejemplo al respecto que vamos a mencionar tiene que ver con la salvación. La Biblia deja claramente establecido que la salvación está vinculada a una decisión de fe en Cristo. Pedro – que, afortunadamente para él, no fue el predecesor del sistema vaticano – lo señaló de manera contundente al decir: “Puesto que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo, de qué manera éste haya sido sanado, sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4: 9-12).

Las palabras de Pedro no podían ser más claras. La piedra era Cristo y no él, pero además no existía salvación en ningún otro.

La misma posición encontramos en Pablo como, por ejemplo, se relata en el episodio de la conversión del carcelero de Filipos:

“Entonces sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron. Despertando el carcelero, y viendo abiertas las puertas de la cárcel, sacó la espada y se iba a matar, pensando que los presos habían huido. Mas Pablo clamó a gran voz, diciendo: No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí. El entonces, pidiendo luz, se precipitó adentro, y temblando, se postró a los pies de Pablo y de Silas; y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa. Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa” (Hechos 16: 26-32).

Que Pedro y Pablo pudieran proclamar ese mensaje era lógico porque era exactamente lo que había anunciado Jesús:

“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5: 24).

La predicación de Jesús y de sus primeros discípulos difícilmente pudo ser más clara. A la pregunta de qué debo hacer para salvarme, la respuesta fue: “cree en el Señor Jesús el mesías y será salvo. Ahora ya puedes pasar de muerte a vida. Ahora ya puedes tener vida eterna”. También frente a esa bendita proclamación el sistema romano actuó como un usurpador. Por ejemplo, en 1302, el papa Bonifacio VIII promulgó la encíclica Unam Sanctam en la que afirmaba: “Por lo tanto, declaramos, proclamamos, definimos que es absolutamente necesario para la salvación que toda criatura humana esté sujeta al romano pontífice”. Se puede alegar que la iglesia católica no cree ya en esa afirmación y posiblemente sea cierto, pero eso sólo corrobora la tesis de que el papa no es infalible y que sus sucesores se permiten contradecirlo cuando lo consideran oportuno para sus intereses. En cualquiera de los casos, la afirmación del papa Bonifacio VIII no pudo ser más clara y contundente: para salvarse hay que estar sometido al papa.

La Reforma, al regresar a la obediencia a la Biblia, implicó una liberación espiritual sin paralelo en la Historia de la Humanidad. Roma afirmaba que el papa era la piedra sobre la que se sustentaba la iglesia; la Reforma respondía: sólo Cristo. Roma afirmaba que el papa era la cabeza de la iglesia; la Reforma respondía: solo Cristo. Roma afirmaba que el papa era el sumo pontífice; la Reforma respondía: solo Cristo; Roma afirmaba que el papa era el sumo pastor que pastoreaba al pueblo de Dios; la Reforma respondía: solo Cristo; Roma afirmaba que existían multitud de mediadores entre Dios y los hombres; la Reforma respondía: solo Cristo; Roma afirmaba que no era posible la salvación sin estar sometido al papa, la Reforma respondía: solo Cristo. Aquel grito de “solo Cristo” implicaba romper las cadenas de un sistema usurpador y poder regresar en libertad al Evangelio puro predicado por Jesús y sus apóstoles.

Ciertamente, Roma no tenía para apoyar sus pretensiones ni el respaldo de la Biblia ni tampoco el de los autores cristianos de los primeros siglos, como muy bien supo ver Dollinger. La Reforma, por otra parte, no necesitaba apelar a la Historia aunque ésta le daba sobradamente la razón. Se aferraba, sin embargo, a un principio sobre el que volveremos en la próxima entrega: Sola Scriptura.

CONTINUARÁ:

La Reforma indispensable (LVI): En que acertó Lutero (IX): Solo Christo (IV)

 

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