Viernes, 3 de Mayo de 2024

El Caso (II)

Viernes, 26 de Agosto de 2016

Contaba yo en mi último post las impresiones que me estaba produciendo el ver la serie televisiva sobre El Caso. Recuerdo a la perfección el primer número de El Caso que leí. Mi abuela lo compraba – incluso entonces era muy popular la frase “vamos a acabar saliendo en El Caso” como señal de algo truculento – pero yo no me sentía muy atraído por aquellos relatos.

Sinceramente, entre Edgar Allan Poe o Guy de Maupassant y los crímenes del periódico yo me quedaba con los primeros. Aquella tarde, sin embargo, por razones que no recuerdo, no saqué ningún libro de casa y, acompañando a mi abuela Remedios, acabé dando en la casa de su prima Encarna. Era, en realidad, la recuerdo como a una ancianita siempre muy limpia, siempre muy atildada y siempre muy atenta. Tenía una piel sonrosada como una inglesa y un pelo inmaculadamente blanco. Pensaba yo con mi inocencia infantil que debía ser una persona acaudalada porque cuando venía por casa siempre me traía lenguas de gato o alguna otra golosina.

Aquella tarde, acompañando a mi abuela, descubrí que vivía en un piso alquilado y diminuto situado en una de las calles recoletas del viejo Madrid. Me quedó pasmado porque mi domicilio era bastante humilde y estaba situado en el Puente de Vallecas, pero, a pesar de su modestia, parecía casi un palacio si se comparaba con la morada de Encarna, un cuchitril con retrete comunitario, suelos que se hundían como si fueran un tobogán y luz escasa.

Aquel número de El Caso llevaba como tema de portada un titular que decía Madre a los once años. Desde luego, tiene delito que no me acuerde de lo que tengo que hacer mañana y, sin embargo, vea ante mi la cara de la embarazada infantil, la entrevista en la que decía que el padre la había seducido y las fotos de la niña y de la familia que a mi me recordaban los rostros no muy avispados de los lugareños de un pueblo de la sierra de Madrid al que íbamos en verano. Como mi abuela Remedios y su prima departían a su sabor, a mi me dio tiempo a leerme El Caso de cabo a rabo e incluso la historia principal la revisé un par de veces.

De aquella ocasión no salí convertido en un lector de El Caso. Me parecía aburrido y además las historias me resultaban pobretonas. Me enteraría años después de que la censura no les dejaba publicar más de un homicidio por número, regla que no debía ser tan difícil de acatar porque otra cosa no tendría la España de Franco, pero la baja criminalidad – a pesar de la vara que nos daban con estar a las diez en casa - era innegable. A mi no se me olvidará nunca, por ejemplo, cómo a un compañero de clase – debió ser el año 74 o 75 – le robaron un día el reloj en la calle y el prefecto lo fue paseando por todas las aulas para advertirnos de que anduviéramos con cuidado por la calle. Si ahora fuera pasado por el lugar de trabajo, la casa o el colegio cualquiera al que le hubieran robado, la gente se pasaría la vida contando pesares.

Quizá porque El Caso no me entretuvo mucho o quizá porque siempre me han llamado la atención las circunstancias que forman el entorno, en aquella visita me percaté de que la prima Encarna tenía los dedos deformados no sólo por la edad – mucha - o el frío – que debía ser del que pelaba en aquel sitio - sino por las décadas de coser sin cesar para mantenerse. Los ojos, a pesar de las gafas, habían comenzado a fallarle y, con inquietud, le contó a mi abuela que temía no poder seguir trabajando y entonces, se preguntaba, ¿qué sería de ella? Estoy convencido de que no muchos de los abusos que hemos vivido durante los últimos cuarenta años han tenido siquiera cierta relación con haber sido testigos de situaciones como aquella que, se mirara como se mirara, clamaban al cielo. Había mucha mala conciencia por tanta injusticia y tanto desamparo y, como suele pasar con los españoles, se han ido al otro extremo hasta que el sistema no es mejor, aunque sí mucho más caro.

 

Examinado todo con el paso del tiempo, tengo la sensación de que aquella tarde – en la que la prima Encarna me agasajó como siempre lo hacía - pesó más en la formación de mi carácter que muchos libros de pensamiento político que pudiera leer después. Yo comencé a amar la idea de la democracia desde niño porque sentía una profunda admiración hacia naciones como Gran Bretaña o Estados Unidos, pero, esa identificación se fortaleció, a pesar del ambiente nacional, fundamentalmente, por dos razones. La primera que ansiaba respirar la libertad como, lamentablemente, rara vez lo ha deseado históricamente el pueblo español y la segunda, que pensaba que era intolerable que alguien llegara a la ancianidad en la situación de desamparo y precariedad como aquella en la que se encontraba la prima Encarna. Al cabo de años, no acierto a ver solución realista a cuestiones como esa masturbación mental llamada nacionalismo catalán, la insaciable codicia tributaria o las consignas vacías de contacto con la realidad de tantos políticos, cosa nada rara si se tiene en cuenta el origen de ellos que no ha sido generalmente ni crear riqueza ni sacar adelante una empresa. Sé que, con el paso del tiempo, he descubierto que sigo pensando como entonces que la democracia no vale una higa si en ella no existe libertad real y si hay españoles que tienen que vivir el final de sus vidas igual o peor que la querida prima Encarna. Pero de esto, al menos lo que llevo visto hasta ahora, no cuenta nada la serie de El Caso. Con el paso del tiempo, El Caso feneció. Existió una publicidad que lo sustituyó en seguimiento popular y que llegó a superar el millón de tirada aunque ahora lleve años de existencia semiplana. ¿Adivinan cuál fue esa publicación? Pues fue Interviu. Piensen en ambas y saquen sus conclusiones.

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