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Washington, amado Washington (II): el museo de Historia natural (II)

Viernes, 12 de Agosto de 2016

La sección de antropología del museo de Historia natural resulta extraordinariamente interesante. De acuerdo con la ortodoxia oficial, el museo expone lo que parece una aparición sucesiva de seres humanos cada vez más perfeccionados hasta llegar a la actualidad.

La exposición es extraordinaria y las reconstrucciones de homínidos resultan especialmente llamativas. El gran problema es que, primero, al ver ciertas reconstrucciones resulta imposible creer que “aquello” fuera ni siquiera lejanamente humano. Desde luego, no parece que lo fuera más que un orangután o un chimpancé. A decir verdad, cuando se observan sus cráneos se aprecia una cercanía mayor entre ellos que entre nuestros presuntos antepasados y el hombre. En segundo lugar, ahora sabemos gracias al ADN que los supuestos antepasados de nuestra especie fueron, en ocasiones, coetáneos. El Neanderthal no sólo no fue anterior al Cromagnon. Fue contemporáneo y además se cruzó con él. De hecho, si nos sometieran a un examen de ADN muy posiblemente descubriríamos que tenemos en nuestro código genético huellas de ambos. En otras palabras, no parece que haya existido un árbol sino más bien una mesa de banquete en la que estuvieron sentados a la vez los que, verdaderamente, fueron seres humanos. En algún momento, aquella gente que era más veces víctima de los depredadores que cazadores – por lo menos cuando había ciertos animales cerca – experimentaron ese salto extraordinario que conocemos convencionalmente como Neolítico. Pero ya antes el ser humano tenía creencias religiosas y que estaba seguro de la realidad de lo sobrenatural no se puede discutir.

En los restos del paleolítico que han llegado hasta nosotros tenemos testimonios de la existencia de chamanes, de ritos mágicos e incluso de enterramientos que dejan de manifiesto la esperanza de nacer tras esta vida. Igual que el feto adopta una posición para nacer en este mundo, el cadáver era colocado en la misma para nacer más allá.

En ese sentido, es un gran acierto en este museo que junto a la antropología se encuentren vitrinas dedicadas a Egipto y las momias. Recientemente, un converso español al islam que ha escrito varios libros interesantes sobre su nueva religión ha señalado que casi todo lo que aparece en la predicación de Mahoma estaba en el Antiguo Egipto. No hay que conocer mucho el islam para darse cuenta de que no es así ni de lejos, pero sí es verdad que los egipcios creían en el más allá y se dieron mucho trabajo para garantizarse esa existencia de ultratumba. La momia, a fin de cuentas, era la garantía de que el espíritu no estaría sufriendo desencarnado sino que continuaría su existencia. No sólo los seres humanos. Los halcones que recordaban al dios Horus; los gatos que daban morada a la diosa Bastet; el divino buey Apis… todos fueron momificados en homenaje a la esperanza en otra vida. Incluso dioses que originalmente eran de escasa relevancia como Osiris – quizá un personaje real – adquirieron una importancia inmensa al relacionarse con el juicio de los difuntos.

Por supuesto, los mortales siempre han deseado tener ayudas en ese tránsito hacia el más allá y, como decía el catalán del chiste, “pagando, eh, pagando”. Los egipcios utilizaron ushebtis y fórmulas mágicas contenidas en el denominado Libro de los muertos; griegos y romanos pagaron a los sacerdotes por los sacrificios que ofrecían a sus dioses; los católicos compraron bulas de indulgencias a una institución simoniaca que, de esa manera, sufragaba los escandalosos lujos – como la construcción del palacio - de su monarca… en todos los casos, aparece una clara diferencia con las enseñanzas de la Biblia. Y es que el sepulcro de Jesús quedó vacío – a diferencia de los de sacerdotes y papas – nunca cobró por lo que hacía y, desde luego, su ofrecimiento de salvación fue de gracia porque el coste de la vida eterna lo puso él al derramar su sangre en la cruz. Recorriendo estas salas la necesidad de pervivencia del ser humano más allá del umbral de la muerte resulta indiscutible. También lo es la manera en que ha repetido, con ligeras variantes, su deambular por un equivocado camino que no lleva a la vida eterna.

 

CONTINUARÁ