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Regreso a Panamá (I): de Panamá a Aguadulce

Jueves, 26 de Octubre de 2017

Hace unos meses recibí una llamada telefónica invitándome para visitar Panamá y dictar unas conferencias sobre la Reforma. La persona en cuestión estaba muy interesada por saber cuáles eran mis condiciones de viaje y, dado que se trataba de una instancia modesta y no lucrativa, se las di brevemente.

Cuál no sería mi sorpresa cuando quien estaba al otro lado del hilo telefónico exclamó: “¡Ay, pero entonces usted es un siervo de Dios!”. Confieso que me resultó cómica aquella referencia y tuve que hacer esfuerzos para reprimir una carcajada. Sujetando la risa, intenté explicarle que diferencio entre unas invitaciones y otras, pero la sorpresa de mi interlocutor continuaba. Seguramente, había razones porque donde algunos vemos un servicio a la comunidad, no pocos ven sólo un negocio. Pero volvamos al tema. Al cabo de unos días, anoté en la agenda la fecha y, finalmente, a mediados de octubre volé a este país centroamericano.

La última vez que había estado en Panamá fue cuando tuve que salir de la Nicaragua sandinista con un día de antelación y me quedé colgado en el aeropuerto panameño a la espera de un vuelo para Colombia. De eso hace, año arriba, año abajo, tres décadas. Lo que me encontré al aterrizar el 13 de octubre fue indescriptible. Panamá ha crecido extraordinariamente y su entrada y su centro no tienen nada que envidiar al de las grandes naciones. En algunos momentos, me daba incluso la sensación de estar ante una visión aumentada de la bahía de Miami.

Con todo, lo que terminó por causarme la mejor impresión en Panamá no fue la extraordinaria modernización sino la manera en que iría viendo que con pocos medios, muy pocos a decir verdad, los panameños planificaron mi viaje, me atendieron y sacaron el mayor partido posible de mi visita. A decir verdad, se trató de un ejemplo, más bien de una cadena de ejemplos, de cómo se pueden hacer las cosas más que bien cuando se busca la excelencia.

Al aeropuerto fue a buscarme el librero que me había cursado la invitación. Todo estaba magníficamente preparado. El hotel no sólo era cómodo y agradable sino que además estaba cerca del lugar donde debía dar las primeras conferencias. Los días 13 y 14, tuve el placer de dictar sendas conferencias sobre El legado de la Reforma y La ideología de género en la librería de Pastor Gustavino. No tengo sino buenas palabras para describir ambos eventos. La gente estuvo atenta, las preguntas que formularon fueron pertinentes, las firmas que vinieron después fueron más que gratas y los organizadores mostraron una atención y una hospitalidad encomiables. No dejaba de decirme que, a fin de cuentas, cuando se quiere hacer algo bien, sale bien y cuando no se tiene ese mismo interés, esa misma dedicación, ese mismo amor, ciertamente el conferenciante puede hacer lo mejor posible, pero el resultado no es ni lejanamente igual.

La confirmación de esto que afirmo me la encontré una tarde en una población llamada Aguadulce. Allí, Jorge Leira, el pastor de una pequeña comunidad, se esforzó esmeradamente para que pudiera acudir y dar una conferencia sobre El legado de la Reforma. Me consta que hay gente que piensa que sólo merece la pena visitar determinados lugares cubiertos de supuesta importancia. Es un gran error. Se debe viajar a aquellos enclaves, sean como sean, donde desean escuchar. Desde luego, mi paso por Aguadulce lo dejó más que de manifiesto. Allí, tuve la ocasión de ver la atención de la gente, el cuidado exquisito de todo, la generosidad más refinada. Sí, no cabe duda. Cuando se quiere hacer algo bien, aunque los medios sean limitados, se hace porque el corazón lo suple. Así reflexionaba mientras, sumida en la espesa noche centroamericana, regresaba a la capital. Pero aún quedaba lo mejor.

CONTINUARÁ