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Nanjing (V): Museo de la matanza de Nanjing

Jueves, 17 de Mayo de 2018

He comentado varias veces la sobresaliente calidad de los excelentes museos de China. Entre esas extraordinarias manifestaciones de cuidado demostrado hacia la Historia ocupa un lugar especial el museo dedicado a la matanza de Nanjing.

Puedo asegurar que, en términos comparativos, este museo es, por ejemplo, muy superior a Yad Vashem, el museo del Holocausto de Jerusalén. De hecho, aunque en la matanza murió menos gente que en la Shoah, en términos de espacio y tiempo constituyó un drama proporcionalmente mayor. Por añadidura, la angustia que se siente al pensar en la tragedia se agudiza teniendo en cuenta que todo pudo haberse evitado.

Durante los años veinte, la principal preocupación del Japón fue la guerra contra la Unión soviética. Detrás del coloso stalinista aparecían entre sus preocupaciones militares los Estados Unidos y China. Precisamente por esa razón, ni existía un plan de invasión de China – Japón se conformaba con apoderarse de algunos puntos estratégicos – ni mucho menos un protocolo de actuación. En 1937, tras una serie de choques provocados por Japón, las tropas niponas optaron por emprender lo que se consideraron simples expediciones de castigo. En teoría, se trataba de asestar golpes a China y mantenerla sin capacidad de reacción frente a los abusos del Japón. Se trataba de una operación similar a las llevadas a cabo por Reagan bombardeando Libia o Israel triturando objetivos en los países cercanos. No existía en esa época una tecnología de destrucción como la actual y las tropas japonesas recurrieron a la invasión terrestre. Fue entonces cuando se produjo lo inesperado.

Contra todo pronóstico, los chinos opusieron una resistencia encarnizada a pesar de la inmensa inferioridad de medios. En agosto de 1937, los japoneses asaltaron Shanghai y para enorme sorpresa suya se toparon con una gente dispuesta a defender su patria ferozmente. El ejército imperial se impuso, pero no sin sufrir bajas elevadas y sin que se les escapara la mayor parte de las fuerzas chinas que supieron retirarse hábilmente. En noviembre, Shanghai había caído y el alto estado mayor imperial pensó en detener la penetración en tierras chinas. Sólo la idea de que no podía dejarse escapar a los soldados chinos que los habían resistido y el ansia de ganar la gloria derivada de entrar los primeros en Nanjing acabaron impulsando a algunos mandos a realizar un avance no planeado sobre la ciudad.

En el camino de Shanghai a Nanjing, las tropas japonesas no contaban con suministros suficientes – nadie había pensado en ese desarrollo de la campaña – y se encontraron con una política de tierra quemada desarrollada por los chinos. El resultado fue que las fuerzas japonesas cubrieron el camino entre Shanghai y Nanjing saqueando y matando. Mientras se apoderaban de todo lo que estaba al alcance de la mano, los soldados japoneses violaron a las mujeres de las poblaciones que cruzaban y dieron muerte a los prisioneros de guerra. De hecho, dado que no había un estado de guerra legal sino que se trataba de una simple expedición de castigo no se aplicaron las leyes de guerra a los chinos - ¿les suena? – lo que se tradujo en terribles atrocidades.

Cuando Nanjing se vio sometida a los bombardeos japoneses, la mayoría de los residentes extranjeros abandonó la ciudad. Sólo hubo veintidós personas que permanecieron en la urbe. Una parte eran misioneros protestantes a los que se sumaron algunas personas dedicadas a la docencia o a la medicina. Con todo, el más excepcional fue, posiblemente, un nazi alemán que trabajaba para la Siemens y que se llamaba John Rabe. Conscientes de lo que podía significar para los civiles la llegada de los nipones, los extranjeros eligieron a Rabe para presidir el Comité Internacional para la Zona de Seguridad de Nanjing. Este comité estableció la Zona de seguridad de Nanjing en el barrio occidental de la ciudad. Además convenció al ejército chino para que se retirara de tal manera que no tuvieran excusa las tropas japonesas para atacar a los civiles. En el curso de su labor humanitaria se produjo un episodio más que notable y, desde luego, llamativo. Rabe cubrió la zona con la bandera del III Reich con la esvástica de tal manera que los japoneses no osaran atacarla. Para muchos resultará desagradable tan sólo pensarlo, pero la realidad es que la bandera nazi salvó la vida de no menos de doscientos mil inocentes, muchos más que los salvados por Schindler u otros personajes incensados por Hollywood. También es verdad que no se trató de judíos.

En la zona de seguridad, perpetraron los japoneses algunos asesinatos, pero la situación fue infinitamente mejor a la del resto de la ciudad. Realmente, faltan las palabras para describir las atrocidades perpetradas por el ejército japonés en Nanjing. Violaron a mujeres chinas, pero también las arrastraron a prostíbulos donde los soldados las violaban de manera ininterrumpida e incluso las ataban a los lechos para que no se cayeran desfallecidas por los continuados abusos. Fusilaron a millares y millares de prisioneros de guerra – a los que no se reconocía como tales – pero también les dieron muerte a bayonetazos o incluso en medio de concursos de decapitación con espadas. Puede horrorizar leerlo, pero lo cierto es que las tropas del emperador se comportaron mucho peor que los nazis más encanallados aunque el episodio no sea tan conocido ni lejanamente.

Las sociedades funerarias que contaron los cadáveres de los chinos asesinados en esas semanas y enterrados llegaron a la cifra de ciento cincuenta mil. Sin embargo, en esa cifra no se incluye a los que fueron lanzados al río o a los incinerados. El número de doscientos mil asesinados que se adujo en el proceso de Tokio contra los criminales de guerra, con seguridad es una cifra a la baja. En la actualidad, China calcula el número de los muertos civiles o prisioneros en Nanjing en trescientos mil. A ellos habría que sumar, según documentos desclasificados por Estados Unidos en 2007, otro medio millón en el camino de Shanghai a Nanjing. Si se tiene en cuenta que todo aconteció en dos semanas, se podrá ver que, puestos a asesinar civiles, los japoneses fueron mucho más eficaces que los nazis. De hecho, esa capacidad para matar masivamente en tan poco tiempo quizá sólo fue superada por los grandes bombardeos anglo-americanos sobre ciudades de Alemania como Dresde y Hamburgo y los norteamericanos, sobre el Japón.

El museo recoge los testimonios de las niñas violadas, de los niños mutilados, de los concursos japoneses de decapitación, de los enterramientos masivos… Además, en edificio adjunto, cuenta con un submuseo dedicado a la Segunda guerra mundial, uno de los mejores del mundo, sin duda.

Sin embargo, en medio del relato de los terribles crímenes y de la documentación de los espantos más inimaginables, el museo de la matanza de Nanjing contiene una hermosa nota de esperanza. Si en el museo del Holocausto de Jerusalén, hay una vinculación entre la gran tragedia y el estado de Israel que, aparentemente, legitimaría cualquier acción de este estado; si la insistencia del nunca más aparece vinculada fundamentalmente a la lucha contra el antisemitismo, en Nanjing, el mensaje es mucho más universal. Del horror del pasado, no hay que aprender un trato especial para el pueblo chino sino que la paz es un bien universal que ha de cultivarse hasta extenderlo a todo el mundo. Lo importante no es el pueblo víctima aunque se pueda recordar y honrar su dolor sino la especie humana, una especie a la que hay que librar de un drama futuro parecido. Es para meditar esa diferencia de enfoque.

 

 

CONTINUARÁ