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Mi Buenos Aires querido… (III): Recoleta y San Telmo

Martes, 17 de Mayo de 2016

Hoy deseo hablarles de dos sitios extraordinarios y con pocos paralelos en el resto del globo. El primero es el cementerio de Recoleta. Hasta que lo conocí pensé que nada podía superar a otro cementerio, ese ubicado en Moscú, el de Novodevichy, donde reposa, entre otros, Chéjov.

El de Recoleta no lo supera, ciertamente, pero constituye un dignísimo contrincante, quizá el único en el mundo. También creí que lo más interesante sería el sepulcro de Evita. Me equivoqué de plano. El cementerio de la Recoleta es un lugar de una belleza difícil de describir. Es cierto que la tumba más visitada por los turistas es la de la esposa de Perón, pero no es ni lejanamente la más interesante. A decir verdad, es un sepulcro extraordinariamente humilde si se tiene en cuenta su relevancia y, por añadidura, lo comparte con la familia Duarte. Algunas placas a la entrada recuerdan que sigue siendo venerada por no pocos argentinos que aún la recuerdan con verdadera devoción.

De Evita, protagonista incluso de una ópera rock, se ha dicho todo. Se ha hablado de su resentimiento social y de su entrega por los descamisados, de su santidad y de su rencor, de su inmenso carisma y de su muerte prematura. Hay verdad en todo ello. Hija ilegítima, actriz de segunda, esposa de Perón, alma de la fundación que llevaba su nombre y que hizo llover mercedes sobre millares y millares de argentinos, posiblemente sea un resumen de los logros y las limitaciones del populismo. Si cuenta con recursos, puede derramarlos sobre clases enteras llevándolas a creer que existe la justicia cuando, en realidad, sólo hay una abundancia presupuestaria que suele acabarse más pronto que tarde. Si no los tiene, la crisis económica no tarda en asomar. Perón contaba con unas arcas llenas, las de la Argentina neutral durante la Segunda guerra mundial, que fue vaciando a lo largo de un trienio. Evita no llegó a vivir la época de vacas flacas y siempre quedaría asociada a los aspectos más gratos del régimen. A pesar de todo, su destino fue aciago. No se trata sólo de las infinitas humillaciones de los primeros años sino también de su muerte prematura y de la peregrinación de un cadáver que, extraordinariamente bien embalsamado, parecía una muñeca, pero no encontró durante años el reposo. Sus restos fueron mutilados, utilizados en rituales mágicos, quizá incluso violados. Sin duda, un triste destino aunque no es menos cierto que pudieron ser incluso arrojados al mar o destruidos por completo. Ahora cuando parece descansar, su sepulcro es uno de los más humildes. Menos, eso sí, que el de la esposa de San Martín que resulta de una austeridad espartana o mejor, castrense.

Se puede pasear por el cementerio de Recoleta durante horas. Casi a cada paso, casi a la vuelta de cada esquina, casi en cada avenida, se encuentran sepulcros de una extraordinaria belleza. En ellos, se rinde tributo a la literatura, a la política, a la milicia y se hace partiendo de motivos extraordinarios que recuerdan desde el arte clásico al moderno. Sólo en algún momento, la muerte, como el poder que todo lo destruye con su terrible aguijón, se filtra por entre los paseos del campo santo. Lo hace en forma de sepulcro desportillado, roto, dejando entrever un interior de podedumbre y corrupción que nos recuerda la condición humana más allá de aquello ante lo que se desea cerrar los ojos. Y, sin embargo, a diferencia de lo escrito por Becquer, no parece que los muertos estén solos con tantos que acuden a visitarlos.

Un ambiente totalmente distinto es el que encontramos en San Telmo. Sus tenderetes caseros recuerdan lejanamente al Rastro madrileño, pero sus tiendas son algo distinto que va mucho más allá. Las antigüedades - que lo mismo consisten en el traje de un cosmonauta soviético que en una escafandra digna del capitán Nemo – atraen como el embrujo de un mago al viandante. No es fácil porque los aromas de las barbacoas callejeras, el sonido de los conjuntos musicales y los colores poliédricos distraen la atención. Mientras paseamos, observo que uno de los tenderos obliga a entrar en su comercio a un perro llamándolo por su nombre de pila que no es otro que Francisco. Por lo visto, hay nombres que lo mismo sirven para un can que para un pontífice, costumbre que uno de mis acompañante me dice que es muy argentina porque el perro de uno de sus vecinos se llama Jorge.

Ante la iglesia de san Telmo, a poca distancia de un local de pinchos españoles - excelentes, por cierto - un grupo entona música popular. Está situado apenas a unos metros de una plaza rezumante de tenderetes y rodeada por establecimientos que, según dicen, sirven para surtir a Spielberg cuando busca ropa de época.

Paramos finalmente a comer en un restaurante donde ofrecen un espectáculo de tango. Son buenos, muy buenos, los bailarines aunque se percibe que él es mucho más experimentado y mayor que ella. Al final, nos ofrecen dar unos pasos de baile. Acepto convencido de que no va a ser fácil que me vea en otra semejante. Ah, el cementerio de Recoleta y San Telmo. Es difícil pensar en algo más diferente y, a la vez, tan cercano. Pero así es esta ciudad maravillosa que se llama Buenos Aires, urbe incomparable de la que espero seguir escribiendo.

 

CONTINUARÁ