Viernes, 29 de Marzo de 2024

Pablo, el judio de Tarso (XXVIII): El segundo viaje misionero (IV): Pablo en Tesalónica

Domingo, 25 de Junio de 2017
Tras salir de Filipos, Pablo, Silas y Timoteo se encaminaron por la Via Egnatia hacia el oeste. Tras atravesar Anfípolis, la capital del primer distrito de Macedonia, y Apolonia, llegaron a Tesalónica, una localidad situada a unos ciento cincuenta kilómetros de Filipos.

Desde luego, se trató de un itinerario no pequeño – ni sin paralelos – que deja de manifiesto el ardor de Pablo y también una fortaleza física que encaja mal con las tesis sobre una enfermedad crónica. Tesalónica se encontraba situada cerca de una antigua ciudad llamada Terma, que dio su nombre al golfo Termaico, ahora denominado golfo de Tesaloniki. Fue fundada en torno al año 315 a. de C., por Casandro, rey de Macedonia, que le dio su nombre por su esposa Tesalónica, hija de Filipo II de Macedonia y medio hermana de Alejandro Magno. Casandro estaba además empeñado en que la ciudad se convirtiera en una población importante y para conseguirlo asentó de manera forzada en Tesalónica a los habitantes de la antigua Terme y de otras veinticinco ciudades cercanas. No puede discutirse que logró su propósito. Cuando en el 167 a. de C., los romanos dividieron Macedonia en cuatro distritos, Tesalónica se convirtió en capital del segundo. Con posterioridad, en el 146 a. de C., cuando Macedonia se convirtió en provincia romana, Tesalónica fue elegida como sede de la administración provincial.

Desde el año 42 a. de C., Tesalónica disfrutó del status de ciudad libre gobernada por sus propios politárcas. Resulta obligado señalar que esta denominación de los magistrados no aparece en ninguna fuente escrita griega aparte de Hechos 17, 6. La tentación de deducir que Lucas se equivocaba en la terminología era lógica. La cuestión, sin embargo, es que la exactitud de Lucas ha quedado corroborada por distintas fuentes epigráficas encontradas tanto en Tesalónica como en el resto de Macedonia[1]. Se trata, sin duda, de uno de esos detalles que confirman la tesis de un Lucas excepcionalmente meticuloso en su narración histórica.

Dada la importancia de la ciudad de Tesalónica no sorprende que contara con una comunidad judía importante. Como tenía por costumbre, Pablo, acompañado de sus colaboradores, comenzó su labor evangelizadora dirigiéndose a la sinagoga:

 

1 ... llegaron a Tesalónica, donde estaba la sinagoga de los judíos. 2 Y Pablo, como tenía por costumbre, se dirigió al lugar donde se reunían, y por tres sábados discutió sobre las Escrituras con ellos, 3afirmando y sosteniendo, que era indispensable que el mesías padeciese, y que resucitase de los muertos; y que Jesús, al que os anuncio, según decía, era el mesías.

(Hechos 17, 1-3)

 

El esquema de la predicación paulina recogido por Lucas está impregnado de una notable autenticidad. Pablo exponía, en primer lugar, que el mesías debía sufrir y resucitar, un extremo que, como ya hemos visto, aparecía recogido en pasajes de las Escrituras como el canto del siervo de Isaías 53 entre otros. Asentado ese principio teológico – que encontramos en otras fuentes judías desde los documentos del mar Muerto al Talmud pasando por el Tárgum de Isaías – Pablo señalaba cómo esas profecías mesiánicas se habían cumplido en Jesús. La reacción fue que aceptaron la predicación de Pablo y se unieron con él y con Silas “algunos judíos y una gran multitud de griegos religiosos y no pocas mujeres nobles” (Hechos 17, 4). En otras palabras, hubo judíos que creyeron que las profecías sobre el mesías se habían cumplido en Jesús, pero, presumiblemente, el impacto mayor se produjo entre aquellos asistentes a la sinagoga que o formaban parte de los temerosos de Dios o eran prosélitos de origen pagano. Entre ellos, como en otros lugares del imperio, se encontraban mujeres de cierta posición. Poseemos incluso datos adicionales sobre algunos de los conversos. Ése sería el caso, por ejemplo, de Jasón, que alojó a los tres misioneros. De él sabemos que era judío y, posiblemente, su nombre griego ocultaba el judío de Josué [2]. A éste habría que sumar a Aristarco y a Segundo (Hechos 20, 4).

Se mire como se mire, la actividad misionera de Pablo y Silas implicaba un trastorno para la comunidad judía de Tesalónica. Por un lado, se traducía en la captación de no pocos conversos que ahora habían decidido creer en una especie de judaísmo realizado. Se trataba de una fe que se enraizaba en la Historia de Israel - ¡y de qué manera! – y que, a la vez, se presentaba mucho más flexible para con los gentiles y, sobre todo, eliminaba las barreras que el judaísmo mantenía hacia los temerosos de Dios o las mujeres. Esa circunstancia ya era de por si grave, pero es que, por añadidura, entre los que habían aceptado el mensaje de Pablo se encontraban personajes de influencia en Tesalónica. Presumiblemente, hasta ese momento habían respaldado a la sinagoga. A partir de ahora, esa conducta la seguirían con la congregación establecida por Pablo y Silas. No sorprende que ante ese panorama se produjera una reacción de los judíos de la que informa la fuente lucana:

 

5 Entonces los judíos que no habían creído, presa de la envidia, tomaron consigo a algunos hombres ociosos y malos, y juntando una turba, provocaron un alboroto en la ciudad; y asaltando la casa de Jasón, tenían intención de entregarlos al pueblo. 6 Sin embargo, al no hallarlos, trajeron a Jasón y a algunos hermanos ante los gobernadores de la ciudad, gritando: éstos que alborotan el mundo, también han llegado hasta aquí; 7 Jasón los ha recibido; y todos ellos actúan contra los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús.

(Hechos 17, 5-7)

 

En un primer momento, los judíos asaltaron la casa de Jasón con la intención de apoderarse de Pablo y Silas. No parece que buscaran someterlos a la disciplina sinagogal y flagelarlos, una experiencia, por cierto, por la que ya había pasado Pablo varias veces. Más bien, todo indica que pretendían entregarlos a una turba hostil quizá con la intención de apedrearlos como ya le había sucedido en alguna otra localidad a Pablo. Sin embargo, no encontraron a Pablo y a Silas sino a algunos de sus conversos. Fue en ese momento cuando los judíos optaron por apoderarse de ellos y poner el asunto en manos de las autoridades romanas. De manera bien significativa, decidieron acusarlos de sedición, un cargo de extraordinaria gravedad que, presumiblemente, hubiera podido aniquilar a la joven congregación. En el pasado había servido a las autoridades del templo de Jerusalén para conseguir del gobernador romano que ordenara la crucifixión de Jesús; ahora podía servir para abortar cualquier obra de evangelización, sobre todo si se tiene en cuenta que las comunidades judías del imperio estaban siendo objeto en los últimos tiempos de una creciente agitación nacionalista. El emperador Claudio había dado inicio a su principado con advertencias en contra de los problemas que los judíos causaban en Egipto y acabó recurriendo al expediente de expulsarlos de Roma [3]. Los misioneros ciertamente no eran nacionalistas – a decir verdad, el cristianismo ya había sufrido mucho por culpa del nacionalismo y, por definición, no podía aceptar tesis semejantes – pero la cuestión era si las autoridades romanas los verían como tales. A esa acusación pudo añadirse otra relacionada con el énfasis sobre la segunda venida de Jesús que Pablo hizo en Tesalónica. Como tendremos ocasión de ver más adelante, los cristianos de Tesalónica esperaban con verdadero ardor que el mesías regresara para establecer su reino e incluso se dedicaban a especular sobre el tiempo que faltaba para que se produjera semejante evento. Anhelar a otro rey podía interpretarse como un deseo de derrocamiento del emperador, pero predecir al respecto entraba de lleno en lo delictivo. En el año 11 d. de C. Augusto promulgó un decreto que prohibía las predicciones precisamente por el temor de que se pudiera utilizar políticamente [4]. Cinco años después, Tiberio confirmó la penalización de los pronósticos. Ciertamente, los adversarios judíos de Pablo y Silas se habían colocado en un terreno muy peligroso para los misioneros. Si, efectivamente, los politarcas aceptaban la acusación formulada contra ellos, si asociaban la labor de los misioneros con un movimiento subversivo, no sólo su trayectoria europea podría verse concluida sino que además los judíos recuperarían su ascendiente sobre aquellos gentiles. A fin de cuentas, ellos no pretendían que existiera otro rey…

El plan de los judíos fracasó – como, dicho sea de paso, sucedería durante las décadas siguientes – por la sencilla razón de que ni los misioneros eran vehículo de un mensaje político ni las autoridades romanas tenían la intención de entremeterse en discusiones de carácter meramente religioso. Tras escuchar a Jasón y a los otros cristianos, “los pusieron en libertad” (Hechos 17, 9). Sin embargo, resultaba obvio que la vida de Pablo y Silas estaba en peligro y que, en cualquier momento, podían ser objeto de un linchamiento. Jasón y los demás conversos tomaron la decisión de enviarlos fuera de la ciudad.

 

Las alternativas con que se encontraban Pablo y Silas no eran muy numerosas. Si se quedaban, no sólo asumían un riesgo para sus vidas sino también el de que se desencadenara una persecución sobre la joven iglesia de Tesalónica. Si, por el contrario, se marchaban, los conversos se verían expuestos a las burlas de una población que señalaría la manera en que aquellos dos judíos habían huído del peligro. Finalmente, optaron por la segunda con la esperanza de que podrían regresar en algún momento. De hecho, sabemos por lo consignado en I Tesalonicenses 2, 18 que Pablo intentó – infructuosamente – regresar a Tesalónica y ayudar a la iglesia establecida en esta ciudad, aunque no lo consiguió. En cualquier caso, muy posiblemente, la decisión de Pablo resultó la más adecuada. A pesar de los innegables peligros, detrás de ellos quedaba establecida una comunidad cristiana con la que volveremos a encontrarnos más adelante.

CONTINUARÁ

[1] E. D. Burton, “The Politarchs” en American Journal of Theology, 2, 1898, pp. 598 ss.

[2] Encontramos referencias sobre Jasón en Hechos 19, 29; 20, 4; 27, 2 y Colosenses 4, 10 donde se indica expresamente su condición de judío.

[3] H. I. Bell (ed), Jews and Christians in Egypt, Londres, 1924, pp. 1 ss. Sobre la expulsion de los judíos de Roma por orden de Claudio, véase más adelante pp. y ss.

[4] Dión Casio, Historia, LVI, 25, 5 ss.

 

 

 

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