Viernes, 29 de Marzo de 2024

Pablo, el judío de Tarso (LXXXII): Conclusión (y II)

Domingo, 27 de Mayo de 2018

Por supuesto, en esa nueva vida guiada por el Espíritu Santo, la naturaleza humana no se vería cambiada del todo. Al contrario, se haría visible una y otra vez la tendencia al mal que acompaña a todo ser humano (Romanos 7, 7 ss), pero esa circunstancia no debería arrastrar a nadie ni a negar hipócritamente la realidad ni a desesperarse.

Todo lo contrario, debería impulsarlo a confiar en que “no existe ninguna condenación para los que están en Jesús el mesías” (Romanos 8, 1) y a vivir bajo el impulso del Espíritu (Romanos 8, 4).

Ese impulso del Espíritu, carismático, espiritual, jamás debería traducirse en una sucesión de experiencias. Esa nueva vida tendría sus repercusiones en todas las áreas de la vida personal, incluida la familiar (Efesios 5, 21 ss; Colosenses 3, 18 ss), la laboral (Efesios 6, 5 ss) o la política (Romanos 13). En esa nueva vida, desaparecerían las diferencias entre esclavo y libre, entre hombre y mujer, entre judío y gentil (Gálatas 3, 28). En esa nueva vida, los creyentes no dudarían en renunciar a sus derechos legítimos y a sus razones teológicas para no hacer tropezar a gente más débil que ellos (Romanos 14, 1 ss). En esa nueva vida hasta un amo de esclavos podría ver a una posesión suya como a un hermano (Filemón). Esa nueva vida, a fin de cuentas, todo giraría en torno a la vivencia de una clase de amor distinta de cualquier otra (I Corintios 13).

Además no todo concluiría con la muerte. Al morir, el creyente se reuniría con el mesías (Filipenses 1, 21-23) y recibiría un cuerpo que revistiera su espíritu desnudo (2 Corintios 5, 1 ss). Pero no se trataría de un destino solitario. Jesús regresaría otra vez para que tuviera lugar la resurrección (I Corintios 15), para que los creyentes que aún estuvieran vivos fuera arrebatados a su encuentro en los aires (I Tesalonicenses 4 y 5), para que el cosmos se renovara ante la manifestación de los hijos de Dios (Romanos 8, 19-21) y para que los que amaban su venida estuvieran siempre con él. Serían hechos precedidos por la entrada del número total de gentiles elegidos en la salvación y por la vuelta de Israel hacia Dios y su mesías (Romanos 11, 25-6).

En todos y cada uno de estos aspectos, Pablo expuso unas líneas de pensamiento que no eran originales. Es cierto que pudo ser punzante, agudo, brillante, sólido, bíblico y contundente, pero, en términos generales, no añadió nada sustancial a lo enseñado por Jesús o por sus primeros discípulos. Incluso podía decirse que se limitó a exponer la interpretación judeo-cristiana de las Escrituras. El gran aporte de Pablo no estuvo relacionado, pues, con la creación de una nueva religión ni con la formulación de nuevos dogmas o conceptos teológicos. Discurrió más bien por otros terrenos.

En primer lugar, estuvo su visión estratégica de la predicación del Evangelio en el mundo conocido. Cuando se examinan con cuidado sus viajes, descubrimos a un hombre dotado de un extraordinario talento para la irradiación del mensaje. Las ciudades que eligió para la predicación, la elección de colaboradores, la continuación de la obra tras los primeros pasos, la búsqueda de nuevos objetivos dejan de manifiesto a una mente verdaderamente privilegiada. En un par de décadas, Pablo dejó establecida una red de iglesias que iban de Asia menor a España y que harían sentir su infuencia durante siglos. A ese respecto, muy pocos personajes históricos han dejado en pos de si un legado tan sólido, influyente y duradero en la Historia de la Humanidad.

El segundo aporte de Pablo fueron sus cartas. El peso de las mismas en la vida de la iglesia, del cristianismo y de la cultura occidental resulta tan obvio que no admite discusión. Sin embargo, no se trata sólo de su influencia en la liturgia, de su amplio catálogo de imágenes y símbolos, de su formulación de las verdades del cristianismo. A decir verdad, las grandes revoluciones espirituales en el seno del cristianismo han estado vinculadas mayoritariamente a las obras de Pablo. Fue el caso de la teología de Agustín de Hipona que marcaría su influjo en el cristianismo occidental desde el siglo IV hasta bien entrada la Edad Media. Fue el caso de la teología de la Reforma del s. XVI que cambió la Historia de Occidente partiendo de la recuperación de la doctrina de la justificación por la fe sin las obras de la ley y que determinó la realización de fenómenos trascendentales como la revolución científica, el desarrollo del capitalismo o el nacimiento de la democracia moderna. Fue el caso de la teología de John Wesley y de los “avivamientos” sin los que resulta imposible comprender la evolución pacífica del sistema parlamentario británico o el desarrollo de los Estados Unidos. Todos ellos son ejemplos significativos, pero no exhaustivos de uno de los aportes más extraordinarios realizados por un personaje de la Antigüedad en el terreno de la formulación de las ideas que ha conocido el género humano.

En tercer lugar, el judío de Tarso dejó un tercer aporte que fue, ni más ni menos que, su propia personalidad, una personalidad que ha inspirado la cultura, el arte, el pensamiento y la teología de casi dos mil años. Pablo fue apasionado como se manifiesta en la carta a los gálatas en la que defiende la libertad cristiana sustentada en la creencia en la justificación por la fe frente a la esclavitud que pretende que la salvación es por obra. Pablo fue un genial estratega como nos dejan de manifiesto sus planes para extender el mensaje de Jesús. Pablo fue un pastor tierno, desinterado y amoroso que sufría profundamente por los males que aquejaban a sus comunidades y que estaba dispuesto a cualquier sacrificio y a cualquier renuncia para enfrentarse con ellos. Pablo fue un personaje que logró, como pocos, muy pocos, un extraordinario equilibrio entre la práctica de los dones espirituales en el seno de la congregación, el orden eclesial y la disciplina ética. Pablo fue, al fin y a la postre, un hombre poseido por la certeza de que la vida se podía vivir de otra manera, la que derivaba de haber recibido la salvación del mesías, de contemplar el mundo bajo una luz totalmente distinta y de esperar la segunda manifestación de Jesús. En este último sentido, el judío de Tarso constituye un ejemplo de cómo vivir una existencia plena y entregada, completa y fiel al ideal, rezumante de amor y centrada en lo verdaderamente esencial, una existencia en la que todo lo podía en el mesías que lo fortalecía (Filipenses 4, 13) y en la que el vivir era el mesías y el morir no una expectativa espantosa, negra y terrible, sino una ganancia (Filipenses 1, 21-23).

 

(FIN DE LA SERIE)

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