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¡Hasta siempre, don Ángel!

Lunes, 18 de Mayo de 2020

Era el mes de octubre de 1967 y yo llegué al colegio de San Antón para estudiar el curso de ingreso de bachillerato.  Me habían asignado como profesor a don Ángel García y, sin duda alguna, se trató de una elección providencial.  Ha pasado más de medio siglo y las imágenes persisten en mi mente como si todo hubiera acontecido ayer.  He tenido durante mi vida catedráticos excelentes, profesores notables – alguno incluso en San Antón – docentes llamativos, pero nadie se ha merecido jamás como don Ángel el más que honroso título de maestro y maestro extraordinario.  En su clase, pasé del pelotón de los torpes de los primeros días al cuadro de honor de los últimos meses, pero lo mejor es que, sin ponernos una mano encima jamás – algo muy común entonces – nos acercó por primera vez al Quijote, nos enseñó a escribir sin faltas de ortografía y nos proporcionó una destreza en aritmética que yo no he conseguido ni superar ni recuperar jamás. 

Poseía don Ángel una nobleza especial que sólo tienen algunos, muy pocos, y era, por encima de todo, bueno, en el sentido machadiano del término.  Cuando pasé al bachillerato, soñé infantilmente con que pudiera seguir siendo nuestro profesor, quizá de matemáticas.  No fue así.  Incluso, al cabo de pocos años, don Ángel dejó la enseñanza quizá porque San Antón no era un centro barato – mi padre tuvo que coger una contabilidad por las tardes para que yo pudiera estudiar allí – pero tampoco se caracterizaba por la generosidad a la hora de pagar a sus docentes.  De hecho, muchos tenían que complementar el escaso estipendio que les daban los escolapios con las clases que daban en alguna academia.

Los años fueron pasando y yo seguí acordándome de don Ángel y me daba mucha alegría cuando tenía alguna noticia suya por personaje interpuesto, generalmente, a través de Ricardo Martínez Ibáñez que siempre siguió tratándolo.  Un día, don Ángel vino a verme a la radio con algunos de mis libros con la intención de que se los dedicara.  Estaba muy mayor – superaba los ochenta - y me invadió una emoción inmensa y agradecida al verlo.  Mientras contemplaba el programa, yo mencioné entonces que en ese momento se encontraba en el estudio don Ángel y tuve que esforzarme para que no se me quebrara la voz.  No creo haberlo conseguido de todo, pero es que determinados momentos de la vida nunca se olvidan. 

Me encontré de nuevo con él poco antes de mi exilio y teniendo la certeza de que no lo volvería a ver.  Me invitó a comer a su casa y yo estuve todo el rato sumido en un torbellino de recuerdos y emociones.  Cuando, concluido el almuerzo, su esposa me acompañó al portal, le di las gracias por lo que su marido había significado para mi.  “Es mérito tuyo”, me respondió con delicadeza, “porque ha tenido muchos alumnos y ninguno ha salido como tu”.  Le dije que no era así y que don Ángel había marcado mi vida quizá decisivamente.  El coronavirus se lo llevó hace unos días tras una lucha en la que pensamos, a momentos, que podía ganar.  Los que lo conocimos siquiera en aquel curso inolvidable 1967-68 nunca lo olvidaremos.  

He encontrado la foto de aquel curso de ingreso F.  Quién está casi en línea recta detrás de don Ángel con un jersey a rayas y mirando fuera del marco soy yo.  Se puede apreciar que ya entonces las formas me importaban una higa y que lanzaba la vista más allá del marco debido.  A mi lado, con corbata, está García Gayo con quien me batí docenas de veces a espada por el patio convencido yo de que sería Athos de mayor.  En la última fila, arriba, el segundo por la izquierda, es Ricardo Martínez Ibáñez, con cuya amistad me honro a día de hoy y que en ese curso estaba fascinado con don Quijote.  Abajo, el segundo a la derecha de don Ángel es Arnoldo con el que compartí aficiones literarias aquel año en que se incorporó tarde a ingreso.  Del resto recuerdo el nombre de la práctica totalidad – no me lo explico cuando no sé lo que voy a hacer en el día de hoy – y anécdotas de casi todos.  Debe ser señal de que envejezco.  También tengo la certeza de que muchos no pudieron seguir estudiando bachillerato porque la familia no se podía permitir pagar los estudios.  En la segunda fila comenzando por arriba, el tercero a la izquierda, Tejón se puso a trabajar en un banco al año siguiente.  Debía tener diez u once años y espero que le haya ido bien en la vida porque tuvimos amistad por un tiempo.  A su derecha, están Nido, Iroa – que dejó las clases en primero o segundo de bachillerato – Aguilar Grande con el que tuve mucha amistad al final del bachillerato y cuyo hermano sacerdote es un cargo relevante actualmente, Lapeña Gómez que pasó de ser un falangista cerril a alabar al PSOE con el que realizó negocios como ingeniero y Salas Zapatero, un buen muchacho que no pudo seguir estudiando.  No voy a seguir con la lista, pero, al verla, me percato de que aquellos tiempos no fueron tan fáciles ni tan idílicos como algunos desean recordarlos.  Sólo éramos más jóvenes, niños, y aunque pobres, no lo sabíamos o nos arreglábamos para no pensar en ellos.  Pocos, muy pocos, acabamos el bachillerato.  Menos llegamos a tener estudios universitarios y todavía fue más reducido el número de los que nos abrimos camino.  En cualquier caso, estoy convencido de que todos recordamos a aquel profesor incomparable de ingreso.   ¡Hasta siempre, don Ángel!