Jueves, 28 de Marzo de 2024

Los primeros cristianos: De la crucifixión de Jesús a la coronación de Agripa (II)

Domingo, 14 de Junio de 2015
LOS PRIMEROS CRISTIANOS (II): LA COMUNIDAD DE LOS DOCE EN JERUSALÉN (30-40 D. J.C.): DE LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS (30 d. J.C.) A LA CORONACIÓN DE AGRIPA (40 d. J.C.) (II)

La expansión misionera en la tierra de Israel

Desconocemos la duración de la persecución, pero aunque fue lo suficientemente intensa como para provocar el éxodo de buen número de los judeo-cristianos de Jerusalén, debió de resultar breve. Lucas conecta el final de las tensiones con el episodio de la conversión de Pablo[xlii] y, muy posiblemente, ambos acontecimientos estuvieron muy cercanos en el tiempo.[xliii] Por otro lado, sabemos que la misma, si bien se inició en Jerusalén, tuvo posibilidades de extenderse a otros lugares, ya que Pablo logró mandamientos judiciales dirigidos contra los cristianos cuya ejecución debía llevarse a cabo en Siria (Hch. 9, 1 y ss.). El dato, avalado por diversas fuentes, tiene todos los visos de ser fidedigno.[xliv] De hecho, ya hemos señalado con anterioridad los estrechos lazos entre Israel y Siria. Para cuando se produjo el final de la persecución, la nueva fe había conseguido penetrar en Samaria, extenderse en Judea y, posiblemente, mantener, al menos, su influencia en Galilea.

La intensidad de la proscripción no debió de ser pequeña: con la excepción de los Doce, la práctica totalidad de los miembros de la comunidad buscó amparo fuera de Jerusalén (Hch. 8, 1 b), pero no todos reaccionaron de la misma forma al concluir aquélla. El exilio parece haber sido perpetuo para buen número de los helenistas. Éstos no consta que regresaran a Jerusalén, aunque la mención de Mnasón en Hch. 21, 16 (más de veinte años después) lleva a pensar que tal postura no fue generalizada. Se ha señalado la posibilidad de que en tal actitud influyera[xlv] la creencia en que la ciudad había incurrido en una conducta que la condenaba a la destrucción y que lo mejor era abandonarla. Tal extremo, sin embargo, no parece totalmente documentado. La marcha de los helenistas, el retorno de los «hebreos» y la permanencia de los Doce contribuyeron a configurar la comunidad de Jerusalén como un colectivo formado casi exclusivamente por «hebreos» y así permanecería, casi con toda seguridad, hasta la guerra de Bar Kojba ya a inicios del siglo II.

Los datos referentes al período posterior a la persecución que nos vienen proporcionados por la fuente lucana son muy limitados y van referidos casi de manera exclusiva a la expansión geográfica del movimiento. En primer lugar, nos hallamos con referencias al inicio de la misión samaritana.[xlvi] Algunas fuentes parecen indicar algún contacto previo de Jesús con los samaritanos (cf.: Jn. 4, 1-2). En cualquiera de los casos, poco debió de quedar de aquel paso fugaz por territorio impuro para un judío y lo más seguro es atribuir los inicios del movimiento a los intentos evangelizadores realizados con ocasión de la persecución. Resulta claramente significativo que la nueva fe entrara en Samaria de manos de los helenistas de la comunidad jerosilimitana[xlvii] aunque, con posterioridad, la obra de expansión recibiera el visto bueno canónico de Pedro y Juan, en nombre de los apóstoles (Hch. 8, 14-25). Aunque el nuevo movimiento chocó con algunas manifestaciones de tipo gnóstico,[xlviii] lo cierto es que el final de la confrontación parece haber sido muy favorable para los judeo-cristianos.

Dentro de esta misma dinámica de expansión misionera —y muy posiblemente de supervisión de obras no iniciadas personalmente por apóstoles— habría que encuadrar asimismo los viajes de Pedro posteriores a la persecución, por lugares como Lida (Hch. 9, 32-5), la llanura de Sarón y Jope (Hch. 9, 36 y ss.).[xlix]

Los datos que poseemos sobre estos enclaves nos inducen a pensar que su elección como centros misioneros distó mucho de ser casual. Lida, más tarde conocida como Dióspolis, era una ciudad situada en el camino de Jope a Jerusalén. Aparece mencionada en Josefo (Guerra II, 20, 1) como una de las toparquías de Judea y, muy probablemente, suponía un lugar de contacto entre los miembros de la comunidad que habían permanecido en Jerusalén y los que se habían desplazado a Jope.

Esta ciudad resultaba aún de mayor importancia estratégica para la expansión de la nueva fe. Conocida hoy como Jafa o Yafo y situada junto a Tel Aviv, ya aparece citada en las tablillas de Amarna como Iapu.[l] Dado que la ciudad poseía el mejor puerto de toda la costa palestina, auténtica boca del comercio hacia el interior de Judea, debía de presentar unas posibilidades de proselitismo y comunicación verdaderamente notables. Su población parece haber sido con anterioridad a la guerra del 66 d. J.C. predominantemente judía, lo que explica su conversión durante la misma en un centro rebelde (Guerra, 18, 10 y III, 9, 2-4). En este último lugar el nuevo movimiento dio de nuevo señal de su apertura hacia los parias de la sociedad ya que, según se nos informa en Hch. 9, 43, un curtidor formaba parte de la comunidad y Pedro incluso se alojó en su casa.[li]

Las características del crecimiento apuntan al hecho de que éste podría haber resultado demasiado descontrolado. Desde luego, en el mismo no habían intervenido los apóstoles, por regla general. Debió de considerarse lógico, por lo tanto, que éstos (tal fue, al parecer, la tarea de Pedro) se ocuparan de supervisar la nueva situación.

 

La expansión misionera fuera de la tierra de Israel

El crecimiento del colectivo no se limitó empero a la tierra de Israel y, en virtud de esta circunstancia, la muerte de Esteban y la subsiguiente persecución iban a tener dimensiones universales que no sólo no implicaron el final del movimiento, sino que originaron su proyección en el ámbito gentil.[lii] Quizá en un intento de hallar refugio entre sus familiares en la Diáspora, un cierto número de judeo-cristianos llegó hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Esta área trasciende de los límites de nuestro estudio y, por lo tanto, no nos vamos a adentrar en su análisis que ya hemos abordado en otras obras. Pero sí nos parece importante señalar que aquella salida de los ámbitos palestinos iba a sentar las bases del cristianismo como una fe de corte universal.[liii]

En Antioquía (Hch. 11, 19-24), fue donde por primera vez, que sepamos, se anunció el mensaje a gentiles no de forma esporádica sino como norma general de actuación. Cabe la posibilidad de que tal decisión arrancara de algún precedente de aceptación de los mismos en el seno de la nueva fe, que la tradición lucana atribuye a Pedro.[liv] Lo cierto es, sin embargo, que tal hecho fue también posterior a la muerte de Esteban y además, hasta ese momento, tal posibilidad no había pasado de ser, hecha la salvedad de los samaritanos, algo excepcional. Lógicamente sería en ese mismo medio, como más adelante veremos, donde primero se pensó en hallar un modus vivendi relacionado con aquellas personas de extracción no judía que habían abrazado la fe en Jesús.

Resulta difícil saber si todas aquellas consecuencias fueron provocadas conscientemente por el judeo-cristianismo de Israel como tal o si, por el contrario, surgieron sobre la marcha desbordando los planes y la visión iniciales del movimiento. El papel de creyentes anónimos (Hch. 11, 20), miembros helenistas de la comunidad jerosilimitana, huidos de Jerusalén tras la muerte de Esteban, parece, desde luego, haber sido muy relevante.

A la vez, los itinerarios de inspección desarrollados por Pedro, así como el envío de Bernabé a Antioquía por parte de la iglesia de Jerusalén (Hch. 11, 22), parecen indicar que ésta no sólo no condenó tal postura sino que buscó cómo integrarla en la visión y la acción del colectivo.

Atribuir, pues, toda la expansión en el mundo gentil a los helenistas resulta claramente inexacto. Si de ellos partió la idea —¿salvando el precedente petrino o tomando pie de él?— los judeo-cristianos de Jerusalén que no eran helenistas la recibieron bien y la aceptaron como propia. El hecho no deja de ser destacado si tenemos en cuenta que, desde la muerte de Esteban, la iglesia de Jerusalén no contaba ya con helenistas[lv] en su seno y, por lo tanto, podía haber sido susceptible de un mayor nacionalismo espiritual.

Desde luego, es dudoso el hecho de que sin una «canonización» ulterior de aquellas posturas (canonización en la que pesó decisivamente la figura de Pedro, en particular, y la de todos los apóstoles, en general; v. g.: Hch. 8, 14 y ss.), el cristianismo hubiera podido convertirse en una fe universal. Tal paso de considerable trascendencia en la historia del cristianismo, en concreto, y de la humanidad, en general, no derivó pues, como suele insistirse de manera continua y no desinteresada, de la acción de Pablo, sino de las del judeo-cristianismo y sus principales dirigentes.

El período de tiempo a cuyo estudio hemos dedicado esta parte del presente trabajo fue, a nuestro juicio, de importancia trascendental no sólo para el judeo-cristianismo naciente sino también para la Iglesia posterior. Superviviente del trauma emocional que implicó la condena y muerte de Jesús, la comunidad mesiánica no sólo no desapareció, como se hubiera podido esperar, sino que se vio desbordada de una vitalidad realmente sorprendente. Dotada de una clara originalidad en cuanto a su organización y funcionamiento, originalidad en la que no estaba ausente una notable flexibilidad a la hora de afrontar nuevas situaciones, en un lapso breve que cubre un período de unos tres años, aproximadamente, el movimiento gozó de un éxito al parecer considerable en medio de la misma ciudad de Jerusalén que había contemplado la ejecución de Jesús.

No puede dudarse de que la creencia en la resurrección de Jesús —que llevaría incluso a antiguos enemigos del grupo, como fue Pablo, a integrarse celosamente en el mismo— y una intensa experiencia espiritual ligada con la fiesta de Pentecostés, quizá vivida en un contexto de renovación del pacto con Dios, influyeron no sólo en el vigor inicial del grupo sino también en la transformación personal de muchos de sus componentes y en la captación de nuevos fieles.

Como tendremos ocasión de ver, es más que posible que el citado éxito no transcurriera tanto entre la flor y nata de los jerosilimitanos propiamente dichos como entre sectores bien diversos de la población. En cualquier caso debió de ser de cierta magnitud.

Las capacidades potenciales de expansión de la comunidad, así como su relativización (sería excesivo hablar de oposición frontal) de las autoridades espirituales de la nación y de instituciones como el Templo, no tardaron en provocar una persecución legalmente instigada por un Sanedrín controlado mayoritariamente por los saduceos, pero que se vio apoyada también por la acción directa de algunos de los fariseos como Saulo, y el silencio, si es que no aquiescencia, de los demás.

Sin duda, contrariamente a lo que esperaban sus impulsores, aquella proscripción, breve, pero intensa e incluso trasplantada fuera de Palestina, no eliminó al reciente movimiento. Por el contrario, contribuyó a su expansión no sólo en Judea y Samaria (aparte de Galilea), sino también a su penetración en Siria y en tierra de gentiles. De este período poseemos muy escasos datos salvo en lo relativo a su extensión temporal —que debió de situarse entre el año 33 (conversión de Pablo y posible fin de la persecución) y el 41 d. J.C. (en que la subida de Agripa al poder volvió a colocar a la comunidad en una situación de dificultad, a la que haremos referencia al tratar el período siguiente)— y a la ubicación en algunos centros urbanos de importancia estratégica para el proselitismo.

En buena medida, en medio de la vida aparentemente tranquila («un período de paz» dice, Hch. 9, 31) correspondiente a esa época de ocho-nueve años posterior a la proscripción empezaron a producirse circunstancias de enorme relevancia posterior. Así, comenzó a verse como natural (aunque no sin ciertas resistencias iniciales) la entrada de gentiles en la comunidad y el hecho de que comunidades unidas a la de Jerusalén acometieran la predicación entre éstos del mensaje que, hasta entonces, se había limitado a los judíos. El nuevo movimiento se colocaba así, al menos una década antes de que Pablo contara con cierta relevancia, en la recta que lo llevaría de ser una secta judía a convertirse en una religión universal.

No fue menor la influencia de estos años en la organización del cristianismo posterior. Aunque resultaría un evidente anacronismo retrotraer formas eclesiales posteriores a la primitiva comunidad de Jerusalén, ciertamente, algunas instituciones nacieron en aquel medio, y un cierto modelo de organización apostólica —inspecciones incluidas— recibió su impulso en aquella fase de la historia del cristianismo. Más adelante, tendremos ocasión de examinar con más detalle estos aspectos. Sin embargo, adelantemos que aquellas aportaciones iniciales, prescindiendo de las modificaciones (a veces, sustanciales) que experimentarían con el paso del tiempo, resultan decisivas para comprender el cristianismo posterior.

CONTINUAR

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[xlii] Hechos 8, 26-31. La causa de la misma es, según Pablo, la aparición de Jesús resucitado (I Cor. 9, 1; 15, 7; Gál. 1, 12, 15-6; I Tim. 1, 12-16). En la fuente lucana, véanse Hch. 9, 1-19; 22, 5-11; 26, 12-20.

[xliii] La computación de la fecha parece ser relativamente fácil. De acuerdo a los datos proporcionados por Gál. 1, 18; 2, 1, la conversión de Saulo tuvo lugar diecisiete años (quince según nuestra manera moderna de datar) antes del concilio de Jerusalén del 48 d. J.C., por lo tanto, debió de producirse hacia el 33 d. J.C. Si, realmente, el movimiento mesiánico disfrutaba de la vitalidad que nos describe Lucas en los Hechos durante los tres primeros años de su existencia, resulta difícil negar que las medidas tomadas en su contra por el Sanhedrín estaban revestidas de una oportunidad política considerable.

[xliv] En este sentido se pronuncia J. Jeremias, Jerusalén…, ob. cit., p. 85 (n. 70) y 91.

[xlv] En ese mismo sentido, M. Hengel, Acts…, ob. cit., 1979, pp. 74-75.

[xlvi] Hechos 8, 4-25. Sobre la misión samaritana, véase O. Cullmann, «Samada and the Origins of the Christian Mission», en The Early Church, Londres, 1956, pp. 183-192; C. H. H. Scobie, «The Origins and Development of Samaritan Christianity», en NTS, 19, 1972-1973, pp. 390- 414; R. J. Coggins, «The Samaritans and Acts», en NTS, 28, 1981-1982, pp. 423-434 y M. Hengel, Between Jesus…, ob. cit., pp. 121-126.

[xlvii] Hechos 8, 5-13 parece indicar a otro helenista, Felipe, como uno de los artífices de la expansión misionera. El dato presenta rasgos notables de verosimilitud y volvemos a encontrar referencias al mismo (Hechos 21, 8) siempre en ambientes no estrictamente judíos.

[xlviii] Hechos 8, 9 y ss. Sobre Simón el Mago, véanse G. Salmon, «Simon Magus», en DCB, 4, Londres, 1887, pp. 681-688; A. Ehrhardt, The Framework of the New Testament Stories, Mánchester, 1964, pp. 161-164; M. Smith, «The Account of Simon Magus in Acts 8», en H. A. Wolfson Jubilee Volume, II, Jerusalén, 1965, pp. 735-749; J. W. Drane, «Simon the Samaritan and the Lucan Concept of Salvation History», en EvQ, 47, 1975, pp. 131-137; C. K. Barrett, «Light on the Holy Spirit from Simon Magus (Acts 8, 4-25)», en J. Kremer (ed.), Les Actes des Apotres: Traditions, Rédaction, Théologie, Leuven, 1979, pp. 281-295; y C. Vidal, El desafío gnóstico (en prensa).

[xlix] Acerca de estos enclaves, con bibliografía, véase E. Schürer, The History…, ob. cit., II, pp. 85 y ss.

[l] Véase The Tell el-Amarna Tablets, II, 1939, pp. 457, 893.

[li] Sobre el oficio de curtidor pesaban no sólo sospechas de ser repugnante sino también inmoral; véanse Ket. VII 10; Tos. Ket. VII 11 (269, 27); j. Ket. VII 11, 31d 22 (V-l, 102); b. Ket. 77.a. Como exclamaba Rabbí (m. 217 d. J.C.): «Desdichado del que es curtidor»; b. Quid.82b bar., par.b. Pes. 65.a bar.

[lii] Sobre la penetración del helenismo entre los judíos, véanse E. R. Goodenough, Jewish Symbols in the Greco-Roman Period, vols. I-XI, Nueva York, 1953; T. F. Glasson, Greek Influence in Jewish Eschatology, Londres, 1961; M. Hengel, The Hellenization of Judaea in the First Century after Christ, Londres y Filadelfia, 1989; y del mismo autor, Judaism ..., ob. cit.

[liii] Hemos abordado el tema en C. Vidal, Pablo, el judío…, ob. cit.

[liv] Hechos 10, 1-11, 18, donde se relata la historia de la conversión de un centurión de Cesarea llamado Cornelio. Para una amplia discusión, citando a buen número de autores, sobre si el relato de Cornelio llegó al autor de los Hechos de una fuente previa (v. g. Dibelius) o si tenía un núcleo histórico, véanse E. Haenchen, The Acts…, ob. cit., pp. 355-363. J. Jervell, Luke and the people of God, Minneapolis, 1972, pp. 19-39 ha sugerido (y coincidimos en ello con él) que algunos de los relatos relativos a la misión evangelizadora de los Doce fueron transmitidos en forma de tradiciones.

[lv] La única excepción aparece en Hechos 21, 16 al mencionar a Mnasón de Chipre, pero éste no es seguro que sea un miembro de la Iglesia de Jerusalén.

 

 

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