Viernes, 29 de Marzo de 2024

Las otras Epístolas universales y los Sinópticos (II)

Domingo, 7 de Agosto de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LAS FUENTES ESCRITAS (IX): FUENTES CRISTIANAS (VII): Las otras Epístolas universales y los Sinópticos (II):

Del resto de las cartas universales, cabe señalar los siguientes aspectos en cuanto a su valor como fuentes históricas para el estudio del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I.

Las dos cartas atribuidas a Pedro[1] pertenecen a un trasfondo judeo-cristiano indudable. La primera es admitida de manera prácticamente unánime como escrito petrino; en cuanto a la segunda, es objeto de controversia si efectivamente se debe también a Pedro o es un escrito pseudoepigráfico. En cualquiera de los dos casos, resulta importante solventar temas de tan difícil solución como su relación con la carta de Judas o su conexión verdadera —de no haber sido escrita por Pedro— con el apóstol al que se le atribuye. Por tanto, el hecho de que sus destinatarios, los motivos de su redacción, su problemática y su entorno no estén relacionados con los judeo-cristianos afincados en Israel excusa el que nos detengamos en su estudio de modo especial. Para el estudio del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I son sólo como fuentes de segundo orden.

Es importante, sin embargo, señalar las coincidencias existentes entre el Apocalipsis —al que hemos datado antes de la destrucción del Templo— la segunda carta de Pedro y Judas. Todos ellos son escritos judeo-cristianos ciertamente, pero además comparten unas inquietudes, una forma de expresarlas y una manera de abordarlas que no pueden ser definidas como mera casualidad y que deben ser atribuidas a la pertenencia de una escuela de pensamiento similar —judeo-cristiana, eso es indudable— que había salido ya de la tierra de Israel, pero que, trasplantada al ámbito gentil de Asia Menor, no terminaba de enraizar en el mismo, encontrándolo además plagado de peligros para los conversos a la fe.

Por citar sólo algunos ejemplos, podemos indicar que en estos tres escritos —por contraposición a otros del Nuevo Testamento— los falsos maestros son acusados del error de Balaam (Jds. 11, 2; Pe. 2, 15; Ap. 2, 14); se denuncia la tentación de inmoralidad (2 Pe. 2, 14-18; 3, 17; Ap. 2, 20); se hace referencia a la contaminación de la ropa (Jds. 8; 2 Pe. 1, 2 y ss.; Ap. 2, 17, 24); los falsos maestros son retratados como pretendiendo ser pastores y apóstoles (Jds. 11 y ss.; Ap. 2, 2); se realiza un llamado a recordar la enseñanza de los verdaderos apóstoles (Jds. 17; 2 Pe. 1, 12; 3, 1 y ss.; Ap. 3, 3) a los que se considera fundamento de la comunidad cristiana (Jds. 3; Ap. 21, 14); el Día de Cristo es asimilado a la estrella de la mañana (2 Pe. 1, 19; Ap. 2, 28); se insiste en la desaparición de los cielos y de la tierra actuales (2 Pe. 3, 10; Ap. 6, 14; 16, 20; 20, 11) para ser reemplazados por otros nuevos (2 Pe. 3, 13; Ap. 21, 1); los ángeles caídos son descritos en una situación de encadenamiento en el infierno (Jds. 6; 2 Pe. 2, 4; Ap. 20, 1-3, 7); y quizá hay señales de milenarismo (2 Pe. 3, 8; Ap. 20, 2-7). Todos estos aspectos, sin duda, revisten un notable interés.

Los Evangelios Sinópticos

Finalmente resulta obligado examinar, siquiera brevemente, el valor que los Sinópticos pueden tener para historiar el judeo-cristianismo del siglo I en Israel. La utilización de los mismos en este sentido ha partido de la base de que en su visión se reflejaban elementos de la historia de las comunidades donde nacieron. Se acepte o no tal punto de vista —y resulta un tanto difícil no reconocer que, al menos ocasionalmente, se ha abusado de la especulación en tomo al mismo— lo cierto es que sólo Juan, al que ya nos hemos referido, puede pretender con cierta probabilidad haberse forjado en un medio judeo-cristiano en Israel.

Marcos[1] —que, muy posiblemente, recoge la predicación petrina— es un evangelio dirigido fundamentalmente a los gentiles y, casi con toda seguridad, forjado en un medio gentil que pudo ser Roma o, menos probablemente, Alejandría. Escrito con casi absoluta certeza antes del año 70 d. J.C., no puede ser considerado como una fuente para el estudio de lo que era el judeo-cristianismo en el Israel del siglo I.

Mateo[1] recoge, indudablemente, una lectura judeo-cristiana de la vida y la enseñanza de Jesús. Incluso resulta admisible la posibilidad de que en él se ponga de manifiesto un intento de contener un creciente abandono del judaismo por parte de los judeo-cristianos o un crecimiento considerable de los gentiles en las filas del cristianismo que desequilibraría numéricamente a sus primeros seguidores. Su datación suele situarse en alguna fecha en torno al 80 d. J.C., aunque existen argumentos de consideración para pensar que pudo escribirse antes de la destrucción del Templo en el año 70 d. J.C.[1] Con todo, Mateo no fue redactado en Palestina y no nos permite por ello acercarnos a lo que fue el judeo-cristianismo afincado en ese terreno, salvo de manera muy indirecta, sino más bien a un judeo-cristianismo de la Diáspora.

Por lo que se refiere a Lucas,[1] su redacción —como ya se desprende del apartado dedicado a los Hechos—, debería fijarse, a nuestro juicio, con anterioridad al 62 d. J.C. y su autor tiene que ser identificado, como posibilidad más convincente, con el personaje cuyo nombre lleva. Con todo, dados sus destinatarios (en buena medida, gentiles), su lugar de redacción (también en medio gentil), su autor (el único gentil del Nuevo Testamento) y su visión específica (de apertura a los gentiles), resulta imposible encuadrarlo en el judeo-cristianismo del siglo I en Israel, aunque pueda haber derivado parte de sus fuentes del seno del mismo. Sin duda, muchos de sus materiales pueden pertenecer a ese contexto, pero la obra, como tal, ni lejanamente puede considerarse un escrito judeo-cristiano.

La fuente Q[1]

Durante más de un siglo este apelativo ha sido utilizado para referirse a un conjunto de algo más de doscientos dichos[1] atribuidos a Jesús, utilizados en los Evangelios de Mateo y Lucas pero no en el de Marcos. Originalmente, bautizado como «Quelle» por H. J. Holtzmann en 1861, en 1890 J. Weiss apocoparía el nombre dejándolo en «Q», una designación que haría fortuna. En el curso del siglo, Q ha sido uno de los elementos básicos para estudiar el origen de los Evangelios, aunque el contenido dado a la fuente ha resultado muchas veces confuso ya que lo mismo se le ha identificado con las tradiciones no marcanas comunes a Lucas y a Mateo, que con un ciclo de tradición oral del cristianismo primitivo, que con un documento escrito —la postura mayoritaria en los últimos investigadores— de redacción muy primitiva y desaparecido tras escribirse Mateo y Lucas. En el caso de estos autores, suele considerarse de forma casi generalizada que Lucas ha conservado el orden original de Q y por ello citan esta fuente con el número de capítulo y versículo de Lucas.

De haber existido como fuente escrita[1] —un extremo del que el autor de estas líneas no está ni mucho menos tan seguro como hace década y media cuando fue el primer estudioso de lengua española que la reconstruyó — resultaría de una enorme importancia no sólo en la medida en que nos permitiría acceder a un estadio muy primitivo de transmisión de las enseñanzas de Jesús, sino, sobre todo en relación con nuestro estudio, porque nos descubriría una visión de Jesús (judeo-cristiana y situada en Israel) anterior a los Evangelios canónicos, en la que éste aparece contemplado, por ejemplo, como la Sabiduría de Dios o en la que se vislumbra una fuerte esperanza de su regreso como Hijo del Hombre. No es menos importante, como señaló D. R. Catchpole en 1992,[1] el hecho de que Q incluya llamados específicos a Israel, fundamentalmente relacionados con la Parusía. Nos encontraríamos, pues, ante una fuente de primerísimo orden para el estudio del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I d. de C.[1].

 

CONTINUARÁ

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