Sábado, 20 de Abril de 2024

La iglesia universal: De la coronación de Agripa al Concilio de Jerusalén (IV)

Domingo, 12 de Julio de 2015
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LA IGLESIA UNIVERSAL: DE LA CORONACIÓN DE AGRIPA AL CONCILIO DE JERUSALÉN (37-49 d. J.C.) (IV)

​La disputa de Antioquía

En relación con esta visita de los judeo-cristianos partidarios de la circuncisión a Antioquía, descrita en Hch. 15, 1, es con lo que, muy posiblemente, debemos conectar el episodio que Pablo narra en Gál. 2, 11-14, referente a un enfrentamiento público con Pedro. Al parecer, este último había visitado Antioquía con anterioridad y había compartido con los miembros de la comunidad en esta ciudad su punto de vista favorable a no imponer el yugo de la Torah a los gentiles. La información proporcionada por Pablo encaja, de hecho, con los datos que la fuente lucana recoge en el episodio descrito en Hch. 10 y 11 relativo a Cornelio, así como con lo referido a Simón, el curtidor de Jope (Hch. 10, 28), y pone de manifiesto que, sustancialmente, Pablo y Pedro tenían el mismo punto de vista con respecto a dicho tema. Este último, en efecto, «no tenía ningún reparo en comer con los gentiles» (Gál. 2, 12).

La situación cambió cuando se produjo la llegada de algunos judeo-cristianos cercanos a Santiago (Gál. 2, 12). Atemorizado, Pedro optó por desviarse de su línea de conducta inicial, lo que provocó —bastante lógicamente dado su peso en el movimiento— una postura similar en los demás judeo-cristianos de Antioquía e incluso en alguien tan comprometido con la misión entre los gentiles como Bernabé (Gál. 2, 13). No sabemos cuál fue exactamente el mensaje que entregaron aquellos judeo-cristianos a Pedro, pero posiblemente vendría referido al escándalo que su conducta podría estar causando entre los judíos que no eran cristianos. Para un judío que se tomara la Torah en serio, no era posible sentarse a una mesa en que el alimento no fuera kosher y el judío que actuara así distaba mucho ante sus ojos de ser observante.[ii] Cabe también la posibilidad de que hicieran asimismo referencia a la revuelta situación política de Palestina y la manera en que esto creaba tensiones relacionadas con los gentiles. La familiaridad con ellos no contribuía, desde luego, en otorgar una imagen positiva del movimiento entre los judíos.

La reacción de Pablo fue inmediata por cuanto una conducta de ese tipo no sólo amenazaba con dividir drásticamente la comunidad antioqueña sino que además implicaba un retroceso en la postura de Pedro susceptible de influir en el resto del judeo-cristianismo y de limitar la misión entre los gentiles. Existía asimismo el riesgo de que una insistencia meticulosa relacionada con este tipo de normas con respecto a los gentiles llevara a los mismos a captar el cristianismo no como un camino en el que la salvación era obtenida mediante la fe en Jesús, sino a través de la práctica de una serie de obras y ritos, posición que tampoco sostenían los judeo-cristianos de Jerusalén.

Lugar aparte debieron de merecer también las posibles consecuencias comunitarias de la actitud de Pedro. Si un cristiano judío y otro gentil no podían sentarse juntos a comer, tampoco podrían hacerlo para celebrar el partimiento o fracción del pan[iii] y si ésa —que era la señal de unión de los creyentes en Jesús— desaparecía, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que el movimiento acabara incluso cerrando sus puertas a los gentiles?

Para terminar de empeorar la situación, Pablo parece haber estado convencido —y seguramente no estaba equivocado— de que ni Pedro ni Bernabé creían en lo que ahora estaban haciendo, por lo que, a su juicio, la semilla de la hipocresía y de la conveniencia podía germinar con facilidad en el seno de la comunidad cristiana a menos que se atajara la situación de raíz. El enfrentamiento resultaba inevitable.[iv]

Pablo se enfrentó directamente con Pedro, ante toda la asamblea e insistiendo en el hecho de que si él mismo como judío no cumplía con las normas alimentarías del judaismo, no tenía ningún derecho a obligar a los gentiles a actuar de esa manera (Gál. 2, 14). No sabemos empero el resultado final de la controversia porque no es referido en Hechos y en la carta a los Gálatas, Pablo pasa a continuación a otro tema sin indicarnos el desenlace del contencioso. Tampoco sabemos el efecto último de la carta de Pablo sobre los gálatas a los que se dirigía,[v] pero lo que sí resulta obvio es que la cuestión no quedó en absoluto zanjada.

De acuerdo con la fuente lucana, la ulterior insistencia del partido de la circuncisión en favor de su postura terminó por crear tal malestar en la comunidad antioquena, que ésta optó por enviar una delegación a Jerusalén —en la que Pablo y Bernabé parecen haber tenido un papel relevante— para solventar el conflicto. Lo que allí se decidiera resultaría esencial en el desarrollo posterior del judeo- cristianismo, en particular, y del cristianismo, en general. Pero antes de entrar en esa cuestión, debemos pasar a analizar la figura del que entonces era cabeza de la comunidad jerosilimitana.

Santiago, el hermano del Señor

Contamos con pocos datos relativos a la persona de Santiago con anterioridad a que desempeñara un papel dirigente en el seno de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén. Tanto Mateo como Marcos (Mt. 13, 55 y ss.; Mc. 6, 3 y ss.) lo presentan como uno de los hermanos de Jesús —los otros se llamarían José, Simón y Judas— y Juan, sin citarlo explícitamente, indica de ellos que no creyeron en Jesús en vida del mismo (Jn. 7, 5). Lo cierto, sin embargo, es que tanto la madre de Jesús como sus hermanos aparecen tempranamente integrados en la comunidad jerosilimitana, incluso con anterioridad a Pentecostés (Hch. 1, 14). La razón de esta conversión —que casi podríamos denominar súbita— es atribuida por las fuentes cristianas al hecho de que, siquiera Santiago, fue objeto de, al menos, una aparición del Jesús resucitado. Desde luego la tradición al respecto debe de ser muy temprana y cuenta con muchas posibilidades de resultar fidedigna porque Pablo (1 Cor. 15, 7), a mediados de los años cincuenta del siglo I, ya la señala como antigua y procedente de cristianos anteriores a él.

Es muy posible, asimismo, que la relación de parentesco entre Jesús y Santiago influyera, aunque fuera indirectamente, en el peso que el segundo disfrutó en el interior de la comunidad jerosilimitana. Sin embargo, establecer exactamente el tipo de parentesco entre ambos ha provocado polémicas cuya base y punto de partida son —reconozcámoslo— más teológicos y dogmáticos que propiamente históricos. Josefo[vi]parece haber entendido que eran hermanos carnales y en el mismo sentido ha sido comprendido el término adelfós con el que se califica a Santiago por los autores judíos posteriores.[vii] De esa misma opinión fueron también algunos de los Padres de la Iglesia, como Hegesipo (que nos ha llegado a través de Eusebio de Cesarea), Tertuliano (De carne Christi VII; Adv. Marc. IV, 19; De monog. VIII; De virg. vel. VI) o Juan Crisóstomo (Homilía 44 sobre Mateo 1; este último además no parece haber tenido en relación con algunos aspectos un concepto muy elevado de la madre de Jesús) que consideraban a Santiago como hermano de Jesús e hijo de María.[viii]

En general, los autores católicos[ix] —persiguiendo, sin duda, no colisionar con la doctrina de la virginidad perpetua de María— han señalado que la palabra «hermano» en hebreo y arameo tiene un sentido más amplio que en castellano y que precisamente con ese campo semántico habría que aplicarla a Santiago y a los demás personajes que en la Biblia reciben el apelativo de hermanos de Jesús. Ciertamente tal tesis es posible, pero resulta difícil creer que Pablo, el autor de los Hechos, Marcos y Juan, escribiendo en griego y para un público en buena medida helénico, utilizaran la palabra adelfós para referirse a Santiago y los demás hermanos de Jesús proporcionándole un significado distinto del que tiene en esa lengua y más cuando contaban con términos específicos para «primos»[x] o «parientes».[xi]

Tan poco consistente puede resultar este argumento lingüístico que Jerónimo —y en eso sería seguido posteriormente por algunas iglesias orientales— aceptó que, efectivamente, los hermanos de Jesús —incluido Santiago— eran realmente hermanos de él, pero los adscribió a un matrimonio anterior de José salvando así la creencia en la virginidad perpetua de María. Hemos estudiado con anterioridad este aspecto[xii]mostrando cómo la tesis de Jerónimo es muy tardía aunque cuenta en su favor con el hecho de arrancar de algún apócrifo judeo-cristiano en el que, no obstante, pesó sin duda más el elemento apologético —librar a Jesús de la acusación de ilegitimidad— que el deseo de conservar una tradición histórica fidedigna.

Para el historiador que no se halle preocupado por defender un dogma asumido previamente, la solución más natural es la de aceptar que Santiago fue hermano de Jesús e hijo de María, aunque no cabe duda de que las otras posibilidades —«hermano» = «pariente» o «hermano» = hijo anterior de José— no son del todo improbables. Con todo, deberíamos preguntarnos con P. Bonnard si «¿se habrían derrochado tales tesoros de erudición para probarlo si no lo hubiese exigido el dogma posterior?».[xiii] Porque, para ser sinceros, el mismo texto de la Biblia contenía una profecía donde se afirmaba que los hijos de la madre del mesías – hijos de su madre, piénsese en ello – no creerían en él (Salmo 69: 8) y el evangelista Juan se ocupó de consignar esa circunstancia, la de que los hijos de su madre, es decir, sus hermanos, claro está, no creían en Jesús (Juan 7: 1-5) muy posiblemente para dejar sentado una vez más que era el mesías en el que se cumplían las profecías. Obviamente, las declaraciones dogmáticas varios siglos posteriores no tenían para Juan – ni para Jesús – la menor importancia.

Pocos años después de Pentecostés, Santiago ya parece haber contado con un papel de relevancia en Jerusalén. Pese a no haber pertenecido al grupo de los Doce, Pablo le asigna categoría apostólica en una época que se puede fechar unos tres años después de su conversión camino de Damasco (Gál. 1, 18-19). Otros catorce años más tarde de aquel momento, lo describe como una de las «columnas» de la comunidad jerosilimitana (Gál. 2, 1-10) siendo las otras dos Pedro y Juan.

La huida de Pedro, a la que hemos hecho referencia en el capítulo anterior, ligada a su recomendación —o reconocimiento— del papel director de Santiago y la desaparición de Juan[xiv] contribuyeron a establecer un gobierno centrado en el hermano de Jesús. Esta asunción de funciones iba a producirse en un período especialmente turbulento en el terreno social, político y económico, lo que además vendría vinculado al problema que ahora representaba la admisión de los gentiles en el seno del colectivo así como la solicitud de la comunidad de Antioquía para que se procediera desde Jerusalén a solventarlo.

CONTINUARÁ

T. W. Manson —en Studies…, ob. cit., pp. 178 y ss.— ha sugerido que el origen del mensaje era el propio Santiago y que éste fue entregado a Pedro por medio de una persona. Sin embargo, tal tesis parece atribuir a las fuentes más de lo que hay en ellas, puesto que refiere a Santiago directamente lo que éstas hacen proceder sólo de alguno de sus partidarios.

[ii] Véase R. Jewett, «The Agitators and the Galatian Congregation», en NTS, 17, 1970-1971, pp. 198 y ss.

[iii] Recordemos que este rito estuvo unido en las primeras décadas de existencia del cristianismo a la celebración de una comida tanto en el ámbito judeo-cristiano (Hch. 2, 42-7) como en el gentil (Hch. 20, 7 y ss.; I Cor. 11, 17 y ss.).

[iv] Sin embargo, es posible que Pedro sólo intentara contemporizar y no causar escándalo, como Pablo mismo recomendaría en alguno de sus escritos posteriores (Rom. 14, 13-21). En favor de esta interpretación, véase F. F. Bruce, Paul, Apostle of the Heart Set Free, Grand Rapids, 1990, pp. 176 y ss.

[v] Sobre la relación entre Gálatas y el relato de los Hechos, véase el apéndice dedicado al estudio histórico de esta última fuente.

[vi] Para una discusión completa sobre el tema, véase en la primera parte del presente estudio el apartado de las fuentes escritas relativo a Josefo.

[vii] Entre ellos, pueden citarse J. Klausner, Jesús…, ob. cit., p. 368; H. Schonfield, ob. cit., 1988, p. 134; D. Flusser, Jesús…, ob. cit., p. 136 y ss.

[viii] Referencias completas a todos estos autores en C. Vidal Manzanares, Diccionario de Patrística, ob. cit.

[ix] Una exposición brillante de la tesis católica en M. J. Lagrange, Évangile selon Marc, 1929, pp. 79-93. En el mismo sentido es interesante la aportación de G. M. de la Garenne, Le Prohlème des Frères du Seigneur, París, 1928, que fue respondida por M. Goguel ese mismo año en RHR, 98, 1928, pp. 120-125. Una interpretación más reciente— y mucho más desapasionada— por un autor católico en R. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid, 1982, pp. 527; 531 y ss.

[x] Anepsios, en Colosenses 4, 10.

[xi] Synguenes o synguenys en Mc. 6, 4; Lc. 1, 58; 2, 44; 14, 12; 21, 16; Jn. 18, 26; Hch. 10, 24; Rom. 9, 3; 16, 7, 11 y 21.

[xii] C. Vidal Manzanares, «La figura de María…», art. cit., pp. 191-205.

[xiii] P. Bonnard, El Evangelio según san Mateo, Madrid, 1983, p. 287.

[xiv] Para aquellos que, como vimos en el capítulo anterior, creen que fue martirizado junto con su hermano Santiago durante el reinado de Herodes Agripa, la respuesta a este interrogante resulta evidente aunque, como ya indicamos, dista de estar claramente establecida. Otra posibilidad sería la de atribuirle una obra misionera (¿en Asia Menor?) similar a la de Pedro en la diáspora occidental. Ésa sería una posible explicación para la salida de escena de Juan en relación con la comunidad de Jerusalén.

 

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