Jueves, 18 de Abril de 2024

El gobierno de Santiago sobre la comunidad jersosilimitana tras el Concilo de Jerusalén (II)

Domingo, 2 de Agosto de 2015
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: EL GOBIERNO DE SANTIAGO SOBRE LA COMUNIDAD JEROSILIMITANA TRAS EL CONCILIO DE JERUSALÉN (c. 50 A 62 d. J.C.) (II): La carta de Santiago

​El judeo-cristianismo en Jerusalén hasta la muerte de Santiago (II): la carta de Santiago

La carta de Santiago es uno de los escritos del Nuevo Testamento que ha sido objeto de más controversia en cuanto a su datación, la determinación del autor y el juicio sobre su contenido. Ciertamente la afirmación de K. y S. Lake[ii] en el sentido de que podía ser fechada en cualquier período desde el siglo II d. J.C. hasta el siglo XVII a. J.C. constituye una abierta exageración, pero permite aproximamos a la dificultad inherente a esta obra. T. Zahn y A. Harnack,[iii]escribiendo en el mismo año, la dataron respectivamente en el 50 d. J.C. y entre el 120 y el 140 d. J.C. Por impresionante que pueda parecer la diferencia, estamos obligados a señalar que, en apariencia, el análisis interno del documento no es de gran ayuda para dilucidar las cuestiones señaladas. No hay referencias a personajes concretos (salvo el autor y otros bíblicos como Abraham, Isaac o Rahab) ni a lugares ni tampoco a eventos de cierta significación. Literariamente, la obra aparece inmersa en una tradición que va desde los Proverbios hasta el Pastor de Hermas o la Didajé pasando por la Sabiduría de Salomón o el Eclesiástico. El único punto de referencia es el hecho de que se confiesa como un escrito cristiano, pero las referencias a Jesús son escasas (1, 1; 2, 1) y algunos han especulado incluso con la idea de adscribir la obra al judaismo.[iv] Con todo, hoy por hoy, parece claro que su carácter cristiano resulta indudable y más intenso de lo que se podría creer a primera vista.[v]

A nuestro juicio, sin embargo, la dificultad para determinar la adscripción a un ambiente cristiano o judío constituye uno de los primeros elementos que facilitan el encuadramiento de la carta en un entorno concreto. En la misma se percibe una ausencia prácticamente total de oposición (si se nos apura, de distinción incluso) entre el cristianismo y el judaísmo. No se ataca al judaísmo como tal, ni se le diferencia del entorno teológico o moral del autor. De hecho, la diatriba contra el opresor tiene claros paralelos con el profetismo veterotestamentario. A diferencia de otros escritos del Nuevo Testamento (la carta a los Hebreos) o externos al mismo (Didajé, Carta de Bernabé, etc.) está ausente la sensación de ruptura entre el cristianismo y su origen teológico en el judaísmo.

Ciertas circunstancias adicionales nos revelan más datos en relación con la obra. Por un lado, y, como hemos visto, como algo esencial para la datación de nuestras fuentes, no hay la menor referencia a la destrucción del Templo en el año 70 d. J.C., algo inconcebible en un escrito cristiano posterior a esa fecha. Por otro, la descripción de las relaciones laborales en el campo (5, 1-6) parecen señalar a un encuadre cronológico que concluyó —en el sentido que aparece expresado en nuestra fuente— con la guerra del 66-73 d. J.C., pero que, como veremos en la segunda parte de este estudio, encaja con la situación anterior al estallido de la guerra de los judíos. A lo anterior hay que añadir que las referencias climáticas (1, 11; 3, 11 y ss.; 5, 7, 17 y ss.) y en especial la relativa a las «lluvias primeras y las tardías» (5, 7), que tiene claras resonancias veterotestamentarias (Dt. 11, 4; Je. 5, 24; Jl 2, 23; Zac. 10, 1) apuntan a la situación concreta de la tierra de Israel y sur de Siria.[vi]

En cuanto al contenido del mensaje de la carta da la absoluta impresión de provenir de un judeo-cristiano que se dirige a sus compatriotas hablándoles en su propio idioma. Así, por citar algunos aspectos concretos, la comunidad judeo-cristiana es una colectividad de judíos aún no escindida del judaísmo y que acude a la sinagoga (2, 2; cf.: Hch. 6, 9); la base de los argumentos de la obra es la relación con el Dios único (2, 19), al que se invoca como Señor de los Ejércitos (5, 4), es decir, YHVH Tsebaot, un título de claras resonancias veterotestamentarias; Abraham es el padre común (2, 21); se apela a la Torah (2, 9-11; 4, 11 y ss.); las buenas obras son concebidas en los términos veterotestamentarios de dar limosnas y asistir a las viudas y a los huérfanos; el infierno es denominado con la expresión «Gehenna» (algo que en el Nuevo Testamento sólo aparece conectado con la persona de Jesús), etc.[vii]

Los mismos adversarios de Santiago no resultan ser el judaísmo organizado (como sucedió con Pablo en alguna ocasión), ni las autoridades civiles (como se percibe en 1 Pedro) ni la maquinaria imperial (el Apocalipsis). Los personajes a los que se refiere la carta en 2, 6 y ss. son judíos, pero se les ataca no por serlo (como, por ejemplo, podría pensarse en 1 Tes. 2, 14 - escrita tras las amargas experiencias de Pablo con sus paisanos en Tesalónica - sino por pertenecer a un estrato concreto de la población, el de los ricos exentos de arrepentimiento. De hecho, a nuestro juicio, resulta evidente que no hay nada en este escrito que trascienda del cuadro histórico que se describe en la primera parte del libro de los Hechos. Allí también es la clase alta judía la que se opone a la comunidad cristiana (Hch. 4-5; 13, 50), incluso en alguna ocasión con la mayor aspereza (Hch. 8, 1, 3; 9, 2; 11, 19). Por otro lado, la presencia gentil es totalmente inexistente. De más está decir que esto es susceptible de ser enlazado con la ausencia de señales de la evangelización a los gentiles así como de las tensiones producidas por la misma (leyes rituales, alimentos sacrificados a los ídolos, matrimonios consanguíneos, circuncisión, etc.). Como ha señalado acertadamente R. J. Knowling, Santiago se enfrenta con problemas judíos, los mismos que resaltó Jesús en su predicación.[viii] Por otro lado, factores como el hecho de que ni siquiera haya referencias a la apostasía o a la pérdida del primer amor (algo relativamente común en los escritos neotestamentarios de los años sesenta y finales de los años cincuenta) parece abundar en el encuadramiento de la obra en los primeros tiempos del judeo-cristianismo en Israel.

Teológicamente, la carta también parece tener asimismo un contenido muy primitivo. No hay señales de herejía o cisma (como puede verse en las cartas de Pablo y de Juan) y también están ausentes los signos de un gnosticismo incipiente como se producirá en otros círculos judeo-cristianos según se pone de manifiesto en los documentos de la última parte del Nuevo Testamento. Por otro lado, la cristología es muy sencilla y tampoco presenta rasgos de controversia, hasta el punto de que se ha podido comentar que Santiago da la impresión de escribir antes de la crucifixión de Jesús.[ix] El mismo pasaje de 5, 7-11 no puede estar más desprovisto de colorido escatológico y es dudoso incluso que se refiera a la Parusía en sentido estricto. Finalmente, la idea de la ortodoxia no parece preocupar al autor (2, 19) y no existe el menor rastro de una defensa apologética de la fe.[x]

Desde el punto de vista eclesiológico, aparte de la ya mencionada vivencia en el seno del judaísmo, no deja de ser curioso que las referencias cúlticas de Santiago (5, 12-20) sean específicamente judeo-cristianas sin paralelos en el judaísmo helenista. Por añadidura, se hallan ausentes las referencias a un ministerio eclesial salvo la mención de los ancianos (5, 14) que procedían del judaísmo (Hch. 4, 5, 8, 23; 6, 12) y de los maestros que tienen el mismo origen (3, 1). No existe, pues, ninguna jerarquía ministerial (comp. 1 Cor. 12, 28; Ef. 4, 11; Did. 13, 2; 15, 1 y ss.; Hermas 3.5.1) y la advertencia de Santiago contra querer ser maestros parece estar en la línea de diversos dichos de Jesús (Mt. 23, 6-11). Todos estos factores nos inclinan a datar esta fuente en fecha muy temprana, tema sobre el que volveremos una vez que analicemos las posibilidades de identificación de su autor.

La única referencia al mismo se halla en 1, 1 y aparece ligada a la mención de «Santiago siervo de Dios y del Señor Jesucristo». Parece claro que, sea o no genuina la referencia,[xi] se refiere a Santiago, el hermano del Señor.[xii] De hecho, ese Santiago es el único de los cinco personajes neo-testamentarios con ese nombre que es presentado de forma tan escueta. Dada la importancia del personaje, el argumento relativo a la pseudonimia queda precisamente debilitado por la ausencia de referencias continuas a episodios de la vida de Jesús o a la grandeza del supuesto autor.[xiii] Por otro lado, existen paralelos notables en el estilo de la carta y el utilizado por el Santiago descrito en Hch. 15.[xiv]

Las objeciones contra la identificación de Santiago con el autor no resultan, en nuestra opinión, nada convincentes. Por un lado, la actitud de la carta hacia la Torah (que no debería identificarse con la de algunos judaizantes cercanos; v. g.: Gál. 2, 12) se corresponde con la que conocemos de Santiago por los Hechos (15, 13-21, 24), en el sentido de que el énfasis se sitúa más en el aspecto moral que en el ritual. Armoniza además con el testimonio del mismo Pablo que distingue entre Santiago (con el que no se encuentra en situación de enfrentamiento) y algunos de sus seguidores (Gál. 2, 9-12).

La lengua griega en que está escrita la carta tampoco nos parece un argumento fundamentado sólido como para negar la autoría de Santiago. T. Zahn ha señalado las deficiencias lingüísticas del escrito[xv] y J. N. Sevenster, quizá en el estudio más extenso hasta la fecha sobre la utilización del griego por los judeo-cristianos , dejó demostrada hace tiempo la absoluta posibilidad de que la obra pudiera haber salido de la pluma de un judío afincado en Israel.[xvi] A decir verdad, el hecho de que éstos podían emplear el griego koiné de manera habitual es hoy aceptado de forma prácticamente universal.[xvii]Como ha señalado A. W. Argyle, «sugerir que un muchacho judío crecido en Galilea no sabría griego es peor que sugerir que un muchacho galés criado en Cardiff no sabría inglés».[xviii] Por el contrario, es más que posible que el primer período del judeo-cristianismo viniera caracterizado por un buen número de miembros helenoparlantes.[xix]

Sobre la base de todo lo anterior creemos que las circunstancias que confluyen en la carta apuntan a un encuadre que muy difícilmente podría encajar con otra persona que no fuera Santiago, el hermano de Jesús, y esto en época muy temprana del judeo-cristianismo. Recordemos que en esta fuente se reúnen la situación de ausencia de polémica con los gentiles, de inexistencia de la misión entre los paganos, de indiferenciación entre judaísmo y cristianismo, de tolerancia por parte de las autoridades judías, de falta de controversia con Pablo —un tema sobre el que volveremos más adelante —, de desconocimiento de la destrucción del Templo en el 70 d. J.C. o de incluso la revuelta judía anterior. Dado que el conflicto entre los gentiles se produjo a finales de los años cuarenta del siglo I y que Santiago parece haber ocupado un lugar de importancia en Jerusalén, si no desde el año 35 (Gál. 1, 19) sí al menos desde el 42-44 (cf.: las órdenes de Pedro en Hch. 12, 17), la carta no pudo ser escrita antes de esa fecha. Aun suponiendo que la obra reflejara en parte una controversia antipaulina sobre la fe y las obras - cosa que, como veremos más adelante, es más que improbable - tal hecho debería conectarse con la predicación del «Evangelio paulino» proclamado durante el primer viaje misionero de finales de los años cuarenta y acerca del cual el apóstol de los gentiles consultó con Santiago y otros (Gál. 2, 2), lo que nos proporcionaría un terminus ad quem por esas fechas para la redacción del libro y en cualquier caso, el mismo tendría que ser anterior a la decisión del concilio de Jerusalén.

Este conjunto de circunstancias —creemos que con base muy sólida— sitúan a nuestro juicio la redacción de la carta entre el 47-48 y finales de los cincuenta, y permite dar una explicación coherente a los paralelos indudables que existen entre la expresión lingüística de Santiago en la carta y la que se le atribuye en relación con el concilio de Jerusalén, tal y como se recoge en el libro de los Hechos. Posiblemente esta coherencia es lo que la ha llevado, con muy ligeros matices, a abrirse paso de manera muy notable en la consideración de algunos estudiosos como una obra no pseudonímica.[xx]

Partiendo de estas bases de autenticidad e inmediatez geográfica y cronológica, el valor como fuente de la carta de Santiago es considerable en cuanto a información relativa al judeo-cristianismo en Israel anterior al 62 d. J.C., quizá incluso previo al año 50 d. J.C. Las relaciones con el judaísmo (del que no se consideraba desprendida la comunidad jerosilimitana), las prácticas que podríamos denominar presacramentales, la teología y la visión social muestran, por otro lado, unos indicios de arcaísmo y de resonancias de la enseñanza de Jesús de enorme relevancia. Sobre todos estos aspectos volveremos en futuras entregas. Ahora, nos centraremos de momento en los aspectos de la carta que son susceptibles de mostramos la manera en que la máxima autoridad del judeo-cristianismo en Israel contempló el período de Félix y, posiblemente, de Festo, y las soluciones que propugnó con respecto a aquella crisis nacional.

En primer lugar, resulta evidente que el contexto histórico de la carta es de claro malestar social. En ella se nos habla de una evidente explotación de los campesinos (Sant. 5, 1-6), a los que no se les abonan los jornales debidamente; de la situación menesterosa de las viudas y de los huérfanos —y sin duda debieron de existir por millares en una época de semejante represión militar—, que resulta lo suficientemente omnipresente como para que la actitud frente a ella se convierta en piedra de toque de la genuinidad de la fe (Sant. 1, 27) y de los ricos, cuya presencia, como siempre en época de escasez, resulta más evidente y a los que se responsabiliza de la situación, aunque sea indirectamente (Sant. 2, 6).

Naturalmente, en una época como aquélla, los fieles judeo- cristianos podían sentirse inclinados a caer en posturas de violencia —como los zelotes— o, buscando cierta seguridad, de especial complacencia hacia las clases dominantes. Si la nación judía atravesaba por un proceso creciente de polarización, era lógico que tal peligro no se hallara tampoco ausente del seno del judeo-cristianismo. Partiendo del énfasis judeo-cristiano en que la salvación se debía a la gracia de Dios - recibida a través de la fe - y no a las propias obras,[xxi] existía un riesgo palpable de terminar profesando una fe externa y «ortodoxa» que excluyera una vivencia de compasión hacia el prójimo y, especialmente, hacia los más desamparados. Ésa sería una fe que Santiago asemeja con la creencia que tienen los demonios (Sant. 2, 19), y que reduciría a nada las notas más distintivas del judeo-cristianismo. La carta de Santiago no afirma en ningún momento, en contradicción con las afirmaciones de Santiago en el concilio de Jerusalén, con la predicación de Pedro o con el mensaje de Pablo – que la justificación proceda de una suma de fe y obras, pero sí insiste en que sólo se puede tener indicios de si la fe es real viendo la proyección externa que son las obras surgidas de esa fe. Podemos ver que la justificación es real cuando esa fe que ya ha justificado es seguida por las obras y, en ese sentido, no deja de ser significativo como, siguiendo el orden paulino de, por ejemplo, Efesios 2: 8-10, Santiago apunta a ejemplos en los que, primero, se produjo la justificación por la fe y luego, incluso años después como en el caso de Abraham, esa justificación interna se pudo ver gracias a la obediencia. Así, Abraham fue justificado por la fe cuando creyó en la promesa de Dios (Génesis 15: 6) aunque semejante justificación no resultara visible hasta que estuvo dispuesto, décadas más tarde, a sacrificar obedientemente a su hijo Isaac. Intentar, pues, oponer lo dicho por Santiago a la enseñanza de Pedro y Pablo de “la justificación por la fe sin las obras de la ley” (Gálatas 2: 15-6) implica violentar injustificadamente el texto y deriva hacia el delirio cuando se hace para justificar un sistema de salvación ajeno al Nuevo Testamento y desarrollado a lo largo de la Edad Media.

Santiago no cayó en el error —propio de los nacionalismos— de culpar de la situación difícil por la que atravesaba su pueblo a las influencias extranjeras sobre Judea. Para él —como para los profetas de Israel (Am. 2, 6-3; Is. 5, 1 y ss.; Jr. 7, 1 y ss., etc.) y, en parte, para Josefo y algunos rabinos— la principal responsabilidad recaía sobre aquellos que se jactaban de conocer mejor a Dios, pero que no vivían en consecuencia. La culpa descansaba, sobre todo, en aquellos que sabiendo hacer el bien, no lo hacían (Sant. 4, 17), una afirmación que por su contenido y por ir formulada en segunda persona no puede estar referida a los gentiles.

Precisamente porque para Santiago la raíz del mal había que buscarla más en la incapacidad de los «buenos» que en la perversidad de los «malos» es lógico que en todo el escrito no exista ni la más mínima referencia a la licitud de una acción violenta o revolucionaria. Por el contrario, se afirma que la solución verdadera de la lamentable situación presente sólo se producirá con la venida del Mesías (Sant. 5, 7). La actitud, pues, de los creyentes ha de ser de paciencia frente al mal y la explotación (Sant. 5, 7 y ss.), de obediencia a toda la Torah (no deja de ser significativo que se haga una referencia explícita a que ésta incluye el precepto de «no matarás», Sant. 2, 10-12, algo que se encontraba clara contradicción con la violencia zelote) y de demostrar mediante sus obras que la fe que profesan no es sólo algo formal (Sant. 2, 14-26). Su sabiduría, lejos de la sabiduría diabólica que está cargada de odio y recurre a la violencia (Sant. 3, 13-16) (quizá un nuevo rechazo del empleo de la fuerza propio de los zelotes), debería caracterizarse por el pacifismo, ya que ninguna justicia puede surgir de algo que no es pacífico (Sant. 3, 17-18). Como algunas fuentes rabínicas posteriores, Santiago creía que el uso de la fuerza sólo revertiría en perjuicio de los que la utilizaran y que la paciencia era una virtud divina.[xxii]Había que apartarse de la ira y de la violencia porque éstas jamás realizarían la justicia de Dios (Sant. 1, 19-20), una afirmación que, de nuevo, es difícil no comprender como una advertencia contra el zelotismo.

El judeo-cristianismo se configuraba así —y no es extraño si vemos los paralelismos evangélicos y los datos de las fuentes lucana, paulina y rabínicas— como un movimiento espiritual piadoso y pacífico, que mostraba una especial preocupación por el cumplimiento riguroso de la Torah, que dedicaba, como veremos más adelante, buena parte de sus esfuerzos a paliar las penas de los más necesitados mediante la práctica de la beneficencia y la taumaturgia (especialmente la relacionada con la sanidad física), que se sentía como un foco de luz para una nación de Israel extraviada y que esperaba el retorno de Jesús como el Hijo del hombre glorificado gracias al cual se instauraría un nuevo orden divino sobre la Tierra.

Es por todo ello lógico que la conclusión de la carta hiciera hincapié en tener fe no en los propios medios humanos (como los zelotes, como la aristocracia sacerdotal), sino en el Dios que provee materialmente, y que incluso sana físicamente a sus fieles (Sant. 5, 17-20). El judeo-cristianismo era equiparado así a una especie de Elías colectivo que, como el histórico, profetizaba en medio de una nación herida por la apostasía y aquejada de graves conflictos económicos, sociales y políticos. Como Elías, la comunidad judeo-cristiana era débil y humana, pero si tenía fe podía esperar con confianza recibir las bendiciones de Dios.

CONTINUARÁ

 

Sobre la carta de Santiago, véanse R. V. G. Tasker, The General Epistle of James, Londres, 1956; E Mussner, Der Jakobusbrief, Friburgo, 1964; M. Dibelius, James, Filadelfia, 1975; J. B. Adamson, The Epistle of James, Grand Rapids, 1976; R. Kugelman, James and Jude, Wilmington, 1980; S. S. Laws, The Epistle of James, Londres, 1980; U. Luck, «Die Theologie des Jakobusbriefes», en ZTK, 81, 1984, pp. 1-30; P. H. Davids, The Epistle of James, Exeter, 1982.

[ii] K. y S. Lake, An Introduction to the New Testament, Londres, 1938, p. 164.

[iii] Véanse T. Zahn, Introduction…, ob. cit., I, pp. 73-151 y A. Harnack , Chronologie der altchristlichen Litteratur bis Eusebius, Leipzig, 1893-1897, II, pp. 485-489.

[iv] Véanse F. Spitta, Zur Geschichte und Litteratur des Urchristentums , II, Gotinga, 1896, pp. 1-239; L. Massebieau, «L’Èpître de Jacques, estelle l’oeuvre d’un Chrétien?», en RHR, 32, 1895, pp. 249-283 y A. Meyer, Das Ratsel des Jacobusbriefes, Giessen, 1930 (este último llega a sostener la tesis de que Santiago es el patriarca Jacob que se despide de sus hijos).

[v] Véanse en este sentido A. von Harnack, Chronologie…, ob. cit., pp. 489 y ss.; T. Zahn, Introduction…, ob. cit., I, pp. 141-146; H. Windisch, Die katholischen Briefen, Tubinga, 1930, p. 3; W. G. Kümmel, Einleitung…, ob. cit., pp. 407-410; D. Guthrie, New Testament Introduction, Londres, 1965, pp. 756 y ss.; C. F. D. Moule, The Birth of the New Testament, Londres, 1981, 3.a ed.,p. 166.

[vi] En el mismo sentido, véanse J. H. Ropes, St. James, Edimburgo, 1916, pp. 295-297 y D. Y. Hadidian, «Palestinian Pictures in the Epistle of James», en ExpT, 63, 1951-1952, pp. 227 y ss.

[vii] Véase en el mismo sentido del colorismo judío de Santiago, W. O. E. Oesterley, «James», en EGT, 1897-1910, IV, pp. 393-397; 405 y ss.; 408-413.

[viii] Véase R. J. Knowling, St. James, Londres, 1904, XIII. En el mismo sentido, T. Zahn, Introduction…, ob. cit., I, pp. 90 y ss.

[ix] Véase en este sentido E. M. Sidebottom, «James, Jude and 2 Peter », en NCB, 1967, p. 14.

[x] Véase en el mismo sentido, J. H. Ropes, St. James, ob. cit., p. 37.

[xi] En contra de su autenticidad se pronunció en su día A. Harnack insistiendo en que se trataba de una adición, Chronologie…, ob. cit., pp. 489 y ss. Lo cierto es que no existe la más mínima base textual para llegar a esa conclusión.

[xii] Véase W. G. Kümmel, Einleitung…, ob. cit., p. 412.

[xiii] Véase en este mismo sentido T. Zahn, Introduction…, ob. cit., I, p. 140. El desarrollo del carácter de Santiago en escritos apócrifos es, no obstante, espectacular. Desde la Epístola de Pedro 1, 1, donde este personaje se dirige a Santiago como «señor y obispo de la Santa Iglesia», hasta la descripción de Hegesipo (Eusebio HE II, 23; 4-18) sobre la leyenda de Santiago, podemos percibir una línea en la presentación del personaje que contrasta fuertemente con la del escrito que ahora analizamos.

[xiv] Sobre las conexiones lingüísticas entre ambas instancias (con resultados auténticamente sorprendentes en cuanto al grado de coincidencia), véase J. B. Mayor, The Epistle of James, Londres, 1913, III y ss. Entre los ejemplos más claros puede citarse 1, 1 con Hechos 15, 34 (un término no utilizado por ningún otro personaje cristiano del NT); 2, 5 con Hechos 15, 13; 2, 7 con Hechos 15, 17 (de nuevo sin paralelos en el NT); 1, 27 con Hechos 15, 29; así como términos coincidentes (1, 27 con Hechos 15, 14; 5, 19 y ss. con Hechos 15, 19 y 1, 16, 19, 25 con Hechos 15, 25). Aun en el supuesto —posible, por otra parte— de que Lucas remodelara los discursos de los Hechos no deja de ser curioso que los de Santiago se asemejen tanto a la carta que lleva su nombre, circustancia esta última que retrotraería además la fecha de su redacción.

[xv] Véase T. Zahn, Introduction…, ob. cit., I, pp. 117 y ss.

[xvi] Véase J. N. Sevenster, «Do You Know Greek. How Much Greek Could the First Jewish Christians Have Known?», en NovT Suppl, 19, Leiden , 1968, pp. 3-21. Prácticamente toda la introducción de este estudio aparece dedicada a la carta de Santiago.

[xvii] Véanse en este sentido, G. Dalman, The Words of Jesus, Edimburgo, 1902; J. Weiss, The History of Primitive Christianity, ET. 1937, pp. 165 y ss.; S. Lieberman, Greek in Jewish Palestine, Nueva York, 1942; R. O. P. Taylor, The Groundwork of the Gospels, Oxford, 1946, pp. 91-105; R. H. Gundry, «The Language Milieu of First Century Palestine», en JBL, 83, 1964, pp. 404-408; ídem, The Use of the OT in St Matthew’s Gospel, Leiden , 1967, pp. 174-178; N. Turner, Grammatical Insights into the NT, Edimburgo, 1965, pp. 174-188; J. A. Fitzmyer. «The Languages of Palestine in the First Century AD», en CBQ, 32, 1970, pp. 501-531; J. Barr, «Which Language Did Jesus Speak?», en BJRL, 53, 1970-1971, pp. 9 y ss.; M. Hengel, Judaism and Hellenism, I, Minneapolis, 1991, pp. 58-65, 103- 106 y, dentro de España, A. Díez Macho, La lengua hablada por Jesucristo, Madrid, 1976.

[xviii] Véase A. W. Argyle, «Greek Among the Jews of Palestine in the New Testament Times», en NTS, 20, 1973-1974, pp. 87-89.

[xix] Véase en este sentido, T. Zahn, Introduction…, ob. cit., I, pp. 34 y ss.

[xx] Véanse en este sentido, G. Kittel, «Die Stellung des Jakobus zu Judentum und Heidenchristentum», en ZNW, 30, 1931, pp. 145-157; ídem, «Der geschichtliche Ort des Jakobusbriefes», en ZNW, 41, 1942, pp. 71-105; ídem, «Die Jakobusbrief und die Apostolischen Vater», en ZNW, 43, 1950-1951, pp. 54-112; J. A. T. Robinson, Redating…, ob. cit., pp. 137 y ss.; W. Michaelis, Einleitung in das Nene Testament, Berna, 1954, p. 282; D. Guthrie, New Testament…, ob. cit., pp. 761-764; T. Carson, «James», en IBC, Grand Rapids, 1986, pp. 1533 y ss.

[xxi] Como ya vimos, ésa fue la postura petrina en el concilio de Jerusalén según la fuente lucana y es conocida la defensa que Pablo hizo de la misma, especialmente en las cartas dirigidas a los Gálatas y a los Romanos.

[xxii] Gittim 55b-57a culpa, por ejemplo, de la destrucción de Adriano a los judíos que recurrieron a la violencia. En Baba Kama 93a se enseña cómo no hay que devolver las injurias, las ofensas o los daños físicos que se reciban, sino soportarlos con paciencia.

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