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Conclusión de Los Primeros Cristianos (III): Influencia histórica final

Domingo, 16 de Octubre de 2016

De todo lo que hemos visto en las semanas anteriores se deriva una visión del judeo-cristianismo como un movimiento que tuvo una influencia decisiva en la configuración posterior del cristianismo, aunque no puede negarse que éste no siempre se mantuvo ligado a la interpretación judeo-cristiana primitiva.

En términos sociológicos, el judeo-cristianismo realizó dos aportaciones decisivas para poder comprender la expansión ulterior de la fe en Jesús. La primera fue su apertura a los gentiles. Ya hemos señalado antes cómo la misma encauzó el movimiento de seguidores de Jesús por la senda que lo convertiría en una creencia universal y no étnica ni limitada. Sin el respaldo del judeo-cristianismo a tal visión, sin el apoyo explícito de personajes de la talla de Pedro o Santiago, el hermano del Señor, el cristianismo no hubiera contado con el respaldo indispensable para predicar la nueva fe a los gentiles o se hubiera visto abocado a una división interna que hubiera podido resultar fatal para su extensión posterior.

La segunda aportación del judeo-cristianismo afincado en Israel fue su carácter interclasista. Consciente de que el problema de la humanidad residía en el corazón humano y de que la única forma de redención posible estaba en la fe en Jesús, el judeo-cristianismo eludió tanto el convertirse en una «religión de los pobres» como el buscar la alianza con las clases pudientes, puesto que los componentes de ambos sectores de la sociedad necesitaban igualmente de la conversión para salvarse. Con ello, el judeo-cristianismo se vio libre del peligro de ser exterminado —como el zelotismo social o el saduceísmo alto-sacerdotal— durante la guerra contra Roma. Más importante aún: sentó los cimientos para alcanzar, poco a poco, a todas las capas sociales del Imperio. En términos ideológicos, pues, las aportaciones del judeo-cristianismo resultaron también de primer orden, aunque no puede negarse que algunas resultaron truncadas por el desarrollo posterior del cristianismo, especialmente a partir del siglo IV.[1]

La cristología judeo-cristiana constituyó, eso resulta innegable a partir del examen de las fuentes, el cañamazo de la cristología posterior. El judeo-cristianismo no sólo identificó a Jesús con el Mesías, Siervo e Hijo del hombre, sino que vio en él, entre otros, al Señor, al Cordero sacrificado por los pecados de la humanidad, y al Dios ya manifestado hipostáticamente en el Antiguo Testamento y en los escritos intertestamentarios como Sabiduría, Ángel de YHVH o Palabra-Memrá, que debía ser adorado. Su punto de arranque era medularmente judío y se basaba en escritos judíos. Poco puede dudarse además de que influyó poderosamente en la visión de Jesús que tuvieron los cristianos inmediatamente posteriores. Un caso especialmente revelador de esta influencia lo podemos hallar en el Diálogo con el judío Trifón, de Justino, una obra datable a finales del siglo I o inicios del siglo II. Su autor era un samaritano convertido al cristianismo que, en este escrito, aparece discutiendo con un grupo de judíos encabezado por Trifón (muy posiblemente, el Tarfón de la Mishnáh) acerca de la veracidad del cristianismo. Cuando Justino se refiere a Jesús se limita a usar el Antiguo Testamento —aunque demuestra asimismo un conocimiento notable de los Evangelios— y sobre la base del mismo lo llama, aparte de «Mesías» o «Cristo», «Señor» (56, 4); «Potencia» (105, 1; 128, 3); «Gloria» (61, 1); «Jacob» (36, 2; 100, 1); «Piedra» (70, 1; 86, 3; 90, 5; 113, 6); «Hijo del hombre» (76, 1); «Hijo» (61, 1); «Mensajero» (56, 4; 59, 1 y ss.); «Cordero» (111, 3); «Sabiduría» (61, 1); «Palabra» (61, 1; 105, 1); «Israel» (125, 1); «Estrella» (106, 4) y, por supuesto, «Dios» (36, 2; 38, 4; 48, 1; 56, 4; 61, 1; 63, 5; 68, 9; 75, 1; 128, 1). Además, Justino insiste en que el Mesías había de padecer (algo que el judío Trifón admite en 89, 2) de acuerdo con las profecías de Is. 53 (90, 1-2); que nacería de una virgen (43, 7; 67, 1 y ss.; 100, 5) y que debía ser adorado (38, 1; 68, 9). No sólo eso. Al igual que los judeo-cristianos de que nos habla el Talmud, Justino se apoya en los textos del Antiguo Testamento donde Dios habla en plural para poner de manifiesto que existe como varias personas (62, 2; 129, 1 y ss.), entre ellas la del Hijo, encamada en Jesús. Todo en la obra de Justino rezuma cristología judeo-cristiana y como tal era presentada a los judíos cuya conversión se buscaba. Las líneas esenciales serían conservadas en el cristianismo posterior, sin duda, pero no puede negarse un cambio de enfoque que, de nuevo, a partir del siglo IV irá abandonando cada vez más una cristología basada en categorías judías para centrarse en otra de base evangélica, pero leída desde una perspectiva helenística y dirigida contra herejes y judíos. De manera relativamente rápida, se iría tendiendo además a sustituir las categorías y títulos veterotestamentarios por construcciones claramente helenísticas acuñadas por teólogos de formación clásica y consagradas por concilios episcopales y el resultado en no pocas ocasiones sería el de graves distorsiones de aquello que creyeron los primeros cristianos.

Una mutación mayor fue la experimentada por la escatología del judeo-cristianismo. Ya hemos visto cómo la misma estaba vinculada poderosamente a la creencia en la segunda venida de Cristo, así como en la resurrección. En ella estaban presentes elementos como la fe en la supervivencia consciente de las almas tras la muerte (al lado de Dios si habían creído en Jesús), la resurrección de los muertos y la creencia en el infierno o Gehenna, donde serían castigados eternamente los condenados. Tal visión, aunque cada vez más moderada, se mantuvo en el seno del cristianismo hasta el siglo IV. Es precisamente en esta época, sin embargo, cuando la creencia en un imperio cristiano debilitó, casi irreversiblemente, la perspectiva escatológica . De hecho, la escatología vio potenciados sus aspectos particulares (cielo-infierno) en detrimento de los generales. Por supuesto, nunca se negó la creencia en el juicio final o la resurrección de los muertos, pero desapareció su nota de inmediatez. En cuanto a la fe en un milenio literal, se esfumó especialmente tras la espiritualización que de Apocalipsis 20 realizó Agustín de Hipona; se vio combatida contundentemente por teólogos de la talla de Jerónimo y sólo volvería a emerger en el futuro en la ideología de algunos grupos radicales o sectarios.

Como tuvimos ocasión de ver, la escatología del judeo-cristianismo estaba estrechamente ligada a una visión que podríamos denominar de radicalismo ético. La negativa a utilizar la violencia y combatir por considerarlo incompatible con el mandato del amor formulado por Jesús; el distanciamiento prácticamente total de la vida política, que estaba controlada —según la visión cristiana prístina— por Satanás y sus demonios o la solución de los problemas eclesiales gracias a medidas exclusivamente comunitarias son sólo algunos de los aspectos de esta visión que quebrarían de manera prácticamente irremisible a partir del siglo IV. En esa época, esta perspectiva escatológica fue sustituida por otra que buscaba cristianizar un sistema político y social preexistente sin proceder, prácticamente, a ninguna alteración sustancial de sus estructuras.

Algo similar puede decirse que aconteció con la pneumatología específica del judeo-cristianismo. En la obra citada de Justino, todavía era considerado relevante el papel de los carismas del Espíritu (39, 2; 82, 1; 88) y del enfrentamiento contra los demonios invocando el nombre de Jesús (30, 2; 49, 7; 76, 6; 85, 2), aunque hubiera perdido algo de la fuerza inicial presente en el judeo-cristianismo del siglo I. Ésta se conservó en buen número de los Padres prenicenos, aunque podemos apreciar ya en el siglo II una tendencia a sustituir el carisma por la institución jerárquica y a encuadrarlo en la misma. De nuevo, el gran vuelco —preparado, no obstante, mucho antes— se produciría a inicios del siglo IV. La teología eusebiana de la sucesión episcopal, la fijación creciente y casi exclusiva de la acción del Espíritu Santo en los sacramentos, todavía no en número de siete, y la limitación del ejercicio de los carismas al clero sustituyeron la visión específica propia del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I.

 

La angelología y la demonología del judeo-cristianismo no parecen haber experimentado un cambio sustancial en los primeros tiempos. Justino, en la obra ya citada, conoce todavía el concepto de ángeles que dominan las naciones (131, 1) e identifica a los dioses paganos con demonios (30, 3; 54, 2; 91, 3; 133, 1), que mueven a los falsos profetas (7, 2; 69, 1) y se hallan detrás de los gobiernos y de los pueblos (39, 6; 78, 9; 79; 83, 4). Naturalmente, cree que los mismos son vencidos invocando el nombre de Jesús (30, 2; 49, 7; 76, 6; 85, 2), que ya los derrotó en la cruz (131, 5). Visiones similares están presentes también en Padres posteriores. Con todo, el siglo IV marcó nuevamente un punto de inflexión. Los seres demoníacos anejos por definición al poder civil siguieron existiendo, pero desvinculados del mismo en la medida en que éste aceptara una cosmovisión considerada cristiana. Como sucedió con la escatología, también el campo de acción de los demonios se vio reducido progresivamente al terreno de lo íntimo perdiéndose de vista la idea de una conexión con la vida pública. En cuanto a los ángeles, sabido es que, durante el medioevo, si no antes, comenzaron a ser objeto de culto, algo que hubiera resultado abominable para un judeo-cristiano (Ap. 22, 8) seguidor del mandato del Decálogo que establece que sólo Dios puede ser objeto de culto (Éx. 20, 1 ss.).

Especialmente cualitativo fue el cambio que se operó en el cristianismo en relación con la visión de Israel que tenía previamente el judeo-cristianismo. Como ya hemos señalado, es posible que Pablo confiara aún más que los judeo-cristianos en una restauración de todo Israel al final de los tiempos (Rom. 9-11), pero, en cualquier caso, Israel seguía contando con una relevancia especial en la visión teológica de aquellos. Ninguno de los tratos realizados por Dios en el pasado con Israel había quedado anulado por la venida de Jesús y, aunque los judíos necesitaban conversión y fe en Jesús para salvarse y ciertas instituciones como el Templo tenían los días contados, no por ello podía decirse ni que el pueblo de Israel hubiera sido desechado ni mucho menos que hubiera sido sustituido por los gentiles. Éstos, si acaso, veían de manera excepcional abiertas las puertas para integrarse espiritualmente en el pueblo de Israel. Precisamente por todo esto, quizá habría que hablar en el judeo-cristianismo más de «israelología» que de eclesiología.

 

Posiblemente, éste fue uno de los primeros aspectos de la ideología judeo-cristiana abandonados por el cristianismo gentil. Por un lado, el judeo-cristianismo perdió sus figuras más relevantes durante las décadas de los sesenta y setenta del siglo I d. J.C. (Pedro, Santiago…); por otro, tras Jamnia, sus posibilidades de crecimiento numérico se vieron severamente mermadas, salvo en algunos períodos muy concretos.

Sin personajes de peso (salvo quizá Juan, que, no obstante, ya no estaba en la tierra de Israel), ni importancia cuantitativa, la visión netamente judía del judeo-cristianismo se fue eclipsando por otra en que los gentiles como Iglesia sustituían a Israel en lugar de ser integrados en la Iglesia – congregación - que era Israel. Una vez más Justino, pese a su impregnación del judeo-cristianismo, nos permite asistir a esta evolución.

En un período situado tras Jamnia y la birkat ha-minim,[1] elDiálogo con el judío Trifón nos habla de cómo Israel ya ha sido sustituido por la Iglesia (11, 5; 119, 3 y ss.) e incluso da a tal afirmación un contenido racial —lo que no deja de ser curioso en un samaritano— al afirmar que tal situación no es sino un cumplimiento de la profecía que hablaba del dominio de Jafet sobre Sem (139, 4). Los judeo-cristianos —que guardan elshabat, se circuncidan y obedecen la Torah— todavía son hermanos en la fe (47), pero el lector se pregunta cuánto tiempo podría mantenerse aquella situación. Ya sabemos que no fue por mucho. Como hemos tenido ocasión de ver, el siglo IV fue testigo de que los judeo-cristianos no estuvieron en los grandes concilios ecuménicos, de cómo se les despojó de los santos lugares y cómo se formuló contra ellos la excomunión a los que guardaban la Pascua según el cómputo antiguo y la compartían con los judíos. Se producía así una especie de «Jamnia» cristiano. El judaismo posterior a la destrucción del Templo implicaba tal número de mutaciones que no podía mantener en su seno un cuerpo extraño como el judeo-cristianismo. De manera similar, el cristianismo posterior a los inicios del siglo IV estaba experimentando tal variación que el judeo-cristianismo, como tal, no tenía cabida en su interior. O era asimilado o expulsado. La descripción, sin embargo, de este fenómeno supera con mucho los límites de nuestro estudio, pero debe señalarse que la Iglesia gentil de la época había perdido cuando menos la perspectiva histórica en relación con un asunto de primera importancia: la cuestión organizativa esencial del cristianismo anterior al 70 d. J.C., había sido no si un judío podía ser cristiano, sino si se podía ser cristiano sin ser judío.

 

CONTINUARÁ