Jueves, 28 de Marzo de 2024

La Veneno

Miércoles, 8 de Septiembre de 2021

Una de las ventajas de las vacaciones de verano ha sido el poder ver series de televisión de un tirón sin tener que interrumpirlas por la sencilla razón de que hay que trabajar.  Entre esas series, ha habido de todo.  Algunas – fundamentalmente, rusas -  me han parecido extraordinarias; otras – en su mayoría, españolas – me han recordado otro mundo que desapareció o comenzó a desaparecer hace muchos años.  Finalmente, he visto otras que no entraban en ninguno de esos apartados y que tenían su interés.  Es el caso de La Veneno.

     La gente de más de treinta años seguramente sabe quien fue la Veneno.  José Antonio Ortiz Rodríguez nació en la localidad andaluza de Adra y desde muy pronto, por razones nada difíciles de ver, se sintió atraído por personas de su mismo sexo.  Desplazado a Madrid, como tantos travestíes – entonces no se les llamaba transgénero – comenzó a hormonarse y a prostituirse en el parque de la Casa de Campo.  Así nació la Veneno.  Con pechos artificiales, alto y maquillado, debía de tener un cierto éxito en la prostitución, pero lo que lo catapultó a la fama fue el hecho de contar con un espacio fijo en el programa televisivo Esta noche cruzamos el Mississippi dirigido por Pepe Navarro.  La Veneno no sabía ni hablar y, en ocasiones, hasta daba la sensación de tener un coeficiente intelectual por debajo de lo normal.  Cuando además aparecían otros travestíes en el programa, la sensación patética – y dolorosa – se imponía: aquellos pobres hombres empeñados en ser mujeres eran gente desequilibrada psicológicamente que, para ganarse la vida, se veía obligada a recurrir a la prostitución. 

      La carrera de la Veneno fue un verdadero drama.  No sabía administrarse en ningún sentido del término y separado – o separada, qué más da – del programa de Pepe Navarro fue dando tumbos llevándose lo mismo algún guantazo de sus amantes que una estancia en la prisión por estafa.  Finalmente, murió de manera tan penosa como había vivido sin que hasta la fecha resulte del todo claro si debió su fallecimiento a un accidente o a un asesinato.

     La historia puede resultar trivial – la Veneno no fue ni artista ni comunicadora ni nada más allá de airear de la manera más grosera sus intimidades – pero la serie, verdadero panfleto, la convierte en un verdadero icono.  Cualquiera que la vea con un mínimo de objetividad – y aunque no conozca los detalles – se percata de que la Veneno fue un ser desdichado que vivió sórdidamente y que murió también sórdidamente.  Padeciendo un trastorno psiquiátrico que se conoce como disforia de género y que implica atribuirse un sexo diferente del biológico, su vida fue una suma de prostitución callejera – en algún momento, ascendida de rango – ridículos televisivos en medio de las carcajadas de la gente, explotación a mano de distintos personajes, degradación unida al alcohol y la droga y una muerte indeseable.  A pesar de esas realidades pavorosas que saltan a la vista, la serie insiste en convertir a José Antonio, transformado finalmente en Cristina, en una especie de Martin Luther King del transgenerismo.  Perpetra esa angustiosa falsedad a costa de relatar la secuencia de su triste, tristísimo funeral como un doblete del final emotivo de Big Fish, de presentar a su madre como un monstruo carente de compasión o de ostentar como icono a quien, sustancialmente, fue víctima de su condición psicológica e hizo víctima de ella a otros.  El hecho de que además aparezcan personajes reales que convivieron con la Veneno y que uno pueda ver su manera groserísima de expresarse y su conducta no mejora esa deplorable impresión.  Por mucho que pueda doler al transgénero que escribió su biografía y que se sintió inspirado por la vida de la Veneno – sobran comentarios – por mucho que las interpretaciones de los actores sean excelentes, por mucho que se pretenda presentar todo como una lucha ardua por los derechos humanos, la Veneno fue un pobre infeliz que vivió miserablemente; que nunca llegó a tomar las riendas de su vida impulsado por su disforia de género; que es dudoso que fuera feliz más allá de algún momento puntual en que creía que lo admiraban cuando, en realidad, se recachondeaban de él y que acabó en el sumidero.  La serie puede culpar de su desgracia a Pepe Navarro – que aparece insoportablemente antipático, pero que fue quien la catapultó a la fama; puede trazar un retrato antipático de la madre, retrato falso porque me tomé la molestia de ver sus intervenciones en el programa de Pepe Navarro y no fueron como aparecen en la serie; puede incluso insistir en que el pobre José Antonio que fue a Madrid a prostituirse – como el noventa por ciento de los travestíes de la época, ahora dicen que sólo es el cincuenta por ciento – era un abanderado de la libertad.  La realidad es que fue un desdichado y que su suerte, por mucho que pueda molestarles a los productores de la serie, es de lo último que cualquier persona normal desearía para su hijo y es que la pequeña pantalla no aguanta todo lo que le echan.

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