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Jesús, el judío (XXVIII)

Domingo, 10 de Febrero de 2019

“VINIERON PARA HACERLE REY…” (II):  El segundo viaje por Galilea

Al cabo de unos meses de predicación en Galilea, el mensaje de Jesús difícilmente hubiera podido estar más claro.  A todos los pecadores se les ofrecía un amplio perdón que nacía no de los méritos propios sino del inmenso amor de Dios.  La recepción de ese perdón iba a ser el inicio de una nueva existencia vivida de acuerdo con los principios del Reino de Dios, es decir, del reconocimiento de que Dios era el verdadero Rey y soberano.  De forma bien significativa, Jesús no discriminaba entre pecadores y personas religiosas, ni tampoco – algo normal en la sociedad judía – entre hombres y mujeres.  Y de la misma manera que podía permitir que le tocara una prostituta para luego anunciarle el perdón de sus pecados, no tenía empacho en viajar acompañado de un grupo de discípulos entre los que se encontraban mujeres “que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios,  Juana, mujer de Juza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes” (Lucas 8, 2-3).

A esas alturas también la oposición contra Jesús había aumentado de manera significativa.  Según las fuentes, los fariseos ya habían comenzado a atribuir las acciones de Jesús a una alianza peculiar con el Diablo (Marcos 3, 19-30; Mateo 12, 22-37) – una acusación por cierta que tiene su eco en los escritos rabínicos recogidos en el Talmud – y también exigían que hiciera algún milagro que pudiera justificar sus pretensiones de perdonar pecados ya que esto era algo que solo el mismo Dios podía hacer (Mateo 12, 38-45).

No puede sorprender que con un panorama semejante la madre y los hermanos de Jesús acudieran a verlo para disuadirlo de continuar por un camino que se presentaba cada vez más erizado de peligros.  El dato aparece recogido en los tres Evangelios sinópticos y deja de manifiesto la crispación que se iba apoderando de la sociedad en Galilea.  Sin embargo, la respuesta de Jesús consistió en aferrarse con firmeza a su misión y en declarar que, al fin y a la postre, su madre y sus hermanos eran aquellos que obedecían la Palabra de Dios:

 

          Entonces su madre y sus hermanos fueron a buscarlo, pero no podían llegar hasta donde se encontraba a causa de la multitud.  Y le avisaron: Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte.  Y él les respondió: Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la cumplen. 

     (Lucas 8, 19-21. Comp. Con Marcos 3, 31-35; Mateo 12, 46-50)

 

El comportamiento de Jesús era lógico ya que sabemos que sus hermanos no creían en él (Juan 5, 7).  Seguramente, gente conocedora de los riesgos de la época, temía por lo que podía suceder con Jesús.  Con la mejor intención, tanto su madre como sus hermanos, intentaron disuadirlo para que dejara su misión, pero resulta obvio que no lograron convencerlo para que cambiara su camino. 

No menos lógica fue la conducta que adoptó Jesús en esa época de envolver buena parte de sus enseñanzas – especialmente las más delicadas y susceptibles de manipulación en contra suya – en parábolas.

CONTINUARÁ