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Jesús, el judío (XXIII)

Domingo, 9 de Diciembre de 2018

“¿QUIÉN DICEN LOS HOMBRES QUE SOY?” (I): Cesarea de Filipo

Durante los meses siguientes, el atractivo que Jesús ejercía sobre las masas no desapareció, pero sí se redujo.  No sólo eso.  A la creciente hostilidad de los fariseos que no podían aceptar la interpretación de la Torah enseñada por Jesús (Marcos 7, 1-23) se sumó, por primera vez, la enemistad de los saduceos (Mateo 15, 39 -16, 4; Marcos 8, 10-12), la secta que controlaba el Templo y con él los centros neurálgicos de la vida espiritual y política de Israel.  El dato nos obliga a pensar que las noticias sobre Jesús – a pesar de la deserción de muchos de sus discípulos – habían llegado hasta Jerusalén y que no habían ocasionado precisamente un eco favorable.  Era ésta una cuestión de enorme relevancia sobre la que volveremos más adelante.  Este contexto contribuye a explicar por qué el contacto de Jesús con la gente se fue reduciendo y por qué su enseñanza se centró más que nunca en aquellos que iban a juzgar a Israel, en los Doce.  El punto culminante de ese proceso tendría lugar en Cesarea de Filipo, una población situada, de manera bien significativa, en el extremo del mundo judío y en la frontera con los gentiles.

El relato de ese episodio nos ha sido transmitido de manera unánime por las fuentes sinópticas lo que indica hasta qué punto resultó trascendental.  La fuente lucana lo ha narrado de la siguiente manera:

 

     Sucedió que mientras Jesús oraba aparte, se encontraban con él los discípulos; y les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo?  Le respondieron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado. El les dijo: ¿Y vosotros, quién decís que soy? Entonces Pedro le respondió: El mesías de Dios. Pero él les ordenó rigurosamente que no se lo dijeran a nadie y les dijo: Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que muera y se levante al tercer día.

     (Lucas 9, 18-22)

Como en tantas ocasiones, como en la casa de Simón el fariseo, Jesús se sirvió de la formulación de preguntas para llevar a sus oyentes al lugar que deseaba.  La primera – la referida a la gente – era sólo un paso para impulsar a los Doce a responder.  Era obvio que la muchedumbre – la misma que había querido coronarlo rey tan sólo unas semanas antes – tenía ideas confusas sobre su identidad.  Algunos, como Herodes Antipas, pensaban que era Juan el Bautista, el ejecutado.  Otros lo identificaban con Elías, el profeta que había sido arrebatado por Dios al cielo.  Finalmente, no faltaban los que le consideraban un naví como los que habían llamado a la conversión a Israel en el pasado.  Bien, ésas eran las distintas opiniones, pero ellos, los que llevaban cerca de dos años compartiendo la vida con él, ¿quién pensaba que era? 

La respuesta del impulsivo Pedro fue, una vez más, terminante.  Era el mesías de Dios.  Jesús, de manera inmediata, contuvo a su discípulo.  No debían decir nada de aquello a la gente.  De hacerlo, sólo contribuirían a excitar más los ánimos de aquellos que buscaban únicamente a un libertador político, de aquellos que, tras comer los panes y los peces, habían pretendido hacerlo rey.  La orden de Jesús no puede interpretarse sólo como una muestra de prudencia táctica.  La razón era mucho más profunda.  Es que, por añadidura, él no era esa clase de mesías. El estaba llamado a sufrir mucho, a verse rechazado por los dirigentes espirituales de Israel, a morir.  Sólo entonces se alzaría al tercer día.

Semejantes palabras debieron caer como un jarro de agua fría sobre los Doce.  Desde luego, si esperaban un triunfo glorioso, fácil e inmediato, Jesús no estaba alentando ni lejanamente ese punto de vista.  La fuente marcana, conectada directamente con Pedro, señala que, al escuchar la sombría exposición de Jesús, este apóstol se adelantó para decirle que no debía expresarse de manera semejante:

 

      Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a los discípulos, reconvino a Pedro y le dijo: ¡Apártate de mí, Satanás! porque tu manera de ver las cosas no es la de Dios, sino la de los hombres.

(Marcos 8, 32-33)

 

Por supuesto, Jesús podía entender la inquietud de Pedro que, con seguridad, era la de otros discípulos.  Sin embargo, no estaba dispuesto a realizar la menor concesión en lo que al cumplimiento de su misión se refería.  La manera en que Pedro veía las cosas era la propia de los hombres, la de todos aquellos que creen que el triunfo material es la verdadera victoria, la de todos aquellos que no saben hallar otro sentido a la vida.  Pero Dios ve las cosas de una manera muy diferente y esa era una circunstancia que los que deseaban seguirlo no podían pasar por alto.  De hecho, acto seguido, Jesús subrayó el futuro que debían esperar sus discípulos:     

 
       El que desee seguirme, que se niegue a si mismo, que tome su cruz cada día y que me venga detrás de mi.  Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por mi causa, la salvará.  Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si se destruye o se pierde a sí mismo?  Porque el que se avergüence de mí y de mis palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles.  Pero os digo en verdad, que algunos de los que están aquí no morirán antes de ver el reino de Dios. 

(Lucas 9, 23-27)      

 

Seguir a Jesús – al que habían reconocido justamente como mesías – no iba a implicar un paseo por senderos de gloria.  Por el contrario, significaba la posibilidad nada remota de tener que llevar la cruz.  Semejante expresión ha ido adquiriendo un significado espiritualizado – y bastante falso, dicho sea de paso – con el transcurrir de los siglos.   Llevar la cruz equivaldría a soportar a una suegra incómoda, a un marido desabrido o una dolencia física.  Sin embargo, a decir verdad, para Jesús – y para los que lo escuchaban – la cruz nada tenía que ver con un padecimiento cotidiano supuestamente atribuido a Dios.  La cruz era, en el sentido más literal, el instrumento de tortura y ejecución más cruel de la época [1].  Era el patíbulo del que pendían, envueltos en terribles dolores, los condenados hasta exhalar el último aliento.   Eso, y no un trono, era lo que esperaba a los seguidores de Jesús.  Ni ellos debían engañarse ni él tenía la menor intención de hacerlo.  Sólo el que estuviera dispuesto a seguir ese camino que podía terminar en una ejecución pública y vergonzosa no se perdería.

Y, sin embargo, Jesús no era un pesimista.  De hecho, continuó su exposición señalando que algunos de los que estaban allí presentes no morirían sin ver el Reino de Dios.  Las interpretaciones sobre esas palabras han hecho correr ríos de tinta provocados más por la imaginación que por un análisis serio de las fuentes.  Lo más posible es que se refirieran a una experiencia que, seis días después, tuvieron al lado de Jesús Pedro, Santiago y Juan, sus tres discípulos más cercanos que se conoce convencionalmente como la Transfiguración[2].  Como muchas experiencias de carácter espiritual, ésta también resulta difícil de describir entre otras razones porque sus términos trascienden ampliamente el lenguaje de lo meramente sensorial.  Lo que resulta innegable es que los tres discípulos descendieron del monte convencidos de que Dios respaldaba a Jesús como mesías y que Moisés y Elías lo habían reconocido como tal.  Si se habían sentido deprimidos unos días antes por las palabras de Jesús ahora, de nuevo, volvían a verse situados en la cresta de la ola.  ¡Habían visto el Reino!   Incluso mientras bajaban del monte, como judíos piadosos, se atrevieron a preguntarle a Jesús por el Elías anunciado por el profeta Malaquías (Malaquías 4, 5-6), aquel que debía manifestarse antes del triunfo del mesías.  La respuesta de Jesús – una vez más – apuntó a su propio destino, un destino concebido no en términos de victoria material, sino de padecimiento:

 

         Y mientras descendían del monte, les ordenó que no dijesen a nadie lo que habían visto, sino cuando el Hijo del Hombre se hubiera levantado de entre los muertos.  Y mantuvieron el secreto, discutiendo qué sería aquello de levantarse de entre los muertos.  Y le preguntaron: ¿Por qué dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero?  Les respondió: Elías, ciertamente, vendrá primero, y restaurará todas las cosas; ¿y cómo está escrito del Hijo del Hombre, que padezca mucho y sea tenido en nada?  Pero os digo que Elías ya vino, y le hicieron todo lo que quisieron, como está escrito de él.

     (Marcos 9, 9-13) 

     

Una vez más, Jesús había vuelto a exponer la situación en los términos que juzgaba adecuados.  Los discípulos le habían preguntado por Elías y su respuesta directa había sido que el Elías profetizado ya había regresado, pero su destino había resultado trágico.  Le habían hecho todo lo que habían querido.  Y, dicho esto, ¿por qué pensaban ellos que las Escrituras afirmaban que el Hijo del Hombre tenía que padecer mucho y ser despreciado?  ¿Acaso no se percataban del sentido de esas palabras?  A los tres no les costó comprender que el Elías al que Jesús se refería no era otro que Juan el Bautista (Mateo 17, 13), pero la idea de un mesías que sufría – una idea que Jesús ya les había expuesto – no iba a calar con tanta fuerza en su ser.  Jesús, sin embargo, estaba dispuesto a repetirla una y otra vez. 

El segundo anuncio de que el mesías sufriría la muerte tras un proceso de abandono y desprecio se produjo pocos días después en el camino de Galilea.  Una vez más las fuentes son unánimes al respecto y, una vez más, dejan de manifiesto que del comportamiento del mesías debía desprenderse el de sus seguidores:

 

      Habiendo salido de allí, iban caminando por Galilea; y no quería que nadie lo supiese, porque enseñaba a sus discípulos, y les decía: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y lo matarán; pero después de muerto, se levantará al tercer día”.  Pero ellos no entendían esta enseñanza y tenían miedo de preguntarle. Y llegó a Capernaum; y cuando estuvo en casa, les preguntó: ¿Qué discutíais entre vosotros por el camino?  Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido entre ellos, acerca de quién había de ser el mayor.  Entonces él se sentó y llamó a los doce, y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, será el último de todos, y el siervo de todos”. Y tomó a un niño, y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos, les dijo: “El que reciba en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió”.

(Marcos 9, 30-37)

       

Las fuentes difícilmente podrían ser más honradas en la transmisión de lo que sucedió en aquellos días.  Por un lado, Jesús estaba repitiendo cada vez con más claridad que su destino pasaba por el desprecio, el sufrimiento y la muerte; que no habría consumación del Reino sin que antes él mismo atravesara el umbral de un final vergonzoso y humillante y que no ver así las cosas ponía de manifiesto que en lugar de tener la visión de Dios únicamente se poseía la del hombre vulgar y corriente.  Por otro, sus discípulos continuaban anclados en sus viejas concepciones.  Si preguntaban por Elías era para saber lo que faltaba para ocupar cargos de importancia en el reino y si escuchaban a Jesús hablar de su muerte se sentían confusos e inquietos.  

Fuera como fuese, Jesús había dejado de manifiesto quién era.  Lo había hecho además valiéndose de categorías teológicas medularmente judías, como tendremos ocasión de ver en las entregas siguientes.

CONTINUARÁ


[1]  Sobre el significado de la cruz en la época, véase M. Hengel, Crucifixion, Filadelfia, 1977.

[2]  En favor de la historicidad del episodio, véase: C. Vidal, “Transfiguración” en Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella,   y, de manera muy especial, D. Flusser, Jesús en sus palabras y en su tiempo, Madrid, 1975, pp. 114.  Flusser captó perfectamente cómo la idea de la autoconciencia de Jesús como Hijo iba vinculada a la muerte.