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Jesus, el judio (III): “Siendo emperador Tiberio…” (II): Juan el Bautista

Domingo, 17 de Junio de 2018
“En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, y Herodes, tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe, tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilinia, y siendo sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (Lucas 3, 1-2).

De esta manera tan sencilla, y, a la vez, tan exacta, describe Lucas el principio de la predicación de Juan el Bautista. Se inició en torno al 25 d. de C., y debió prolongarse en torno a los seis meses. Sin embargo, a pesar de su escasa duración, Juan el Bautista iba a tener una repercusión extraordinaria. Todavía en la actualidad existen grupos de discípulos de este profeta judío que han mantenido una tradición totalmente desvinculada del cristianismo y, por supuesto, no se puede negar la importancia de su presencia en la Historia del cristianismo y, como es natural, del judaísmo.

El mensaje de Juan enlazaba ciertamente con una tradición propia de la Historia religiosa de Israel y de ahí la sencillez y la contundencia que lo caracterizaron. Sustancialmente, se centraba en un llamamiento a volverse a Dios porque la esperada consumación de los tiempos se hallaba cerca. El anuncio, por utilizar los propios términos de Juan, era: “Arrepentíos porque el Reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3, 1-2). En otras palabras, Dios iba a irrumpir en la Historia de una manera extraordinariamente trascendental – posiblemente la más trascendental que podía pensarse – y la única salida coherente era la de la teshuvah, el volverse a Dios, el convertirse.

Semejante anuncio – el llamamiento a la teshuvah – contaba con claros paralelos en los neviim (profetas) que habían aparecido con anterioridad en la Historia de Israel. A decir verdad, casi puede decirse que ésa había sido la nota más característica de la predicación de los neviim durante siglos y, muy posiblemente, fue determinante para que el pueblo viera en Juan a uno de ellos. Sin embargo, en Juan se daba un aspecto especialmente llamativo de Juan que carecía de precedentes en los profetas. Nos referimos a la práctica de un rito hasta cierto punto original: el bautismo.

La referencia al bautismo despertaría hoy en no pocas personas imágenes de niños que reciben un hilo de agua sobre la cabeza en medio de un rito que implica la entrada en la iglesia. El significado y el ritual en Juan era notablemente distinto a esa visión. De entrada, el bautismo se identificaba con una inmersión total en agua que es, dicho sea de paso, lo que la palabra significa literalmente en griego. En contra de lo que hemos visto en algunas películas en que un Juan de aspecto anglosajón deja caer unas gotas sobre un arrepentido barbudo, los que habían escuchado las palabras del Bautista eran sumergidos totalmente en el agua – lo que explica que el predicador hubiera elegido como escenario de su proclama el río Jordán – simbolizando de esa manera que Dios les había otorgado el perdón de sus pecados y que se había producido un cambio en su vida.

El hecho de que Juan predicara en el desierto y recurriera al bautismo como rito de iniciación ha sido relacionado ocasionalmente con los esenios del mar Muerto, pero semejante conexión resulta más que errónea siquiera porque los esenios repetían los bautismos en repetidas ocasiones, algo que no sucedía con Juan. En realidad, el origen del rito seguramente debe localizarse en la ceremonia que los judíos seguían para admitir a los conversos en el seno de Israel. En el caso de las mujeres, eran sometidas a una inmersión total (bautismo); en el caso de los varones, también se daba ese bautismo, aunque precedido, como ordena la Torah, por la circuncisión. El hecho de que Juan aplicara ese ritual no a gentiles que entraban en la religión de Israel sino a judíos que ya pertenecían a ella estaba cargado de un profundo y dramático significado.

El Pirke Avot, uno de los escritos esenciales de la literatura rabínica, comienza afirmando que todo Israel tiene una parte en el mundo venidero, una máxima tomada de Sanhedrín 90ª. Sin embargo, tal y como se desprende de las fuentes, Juan sostenía un punto de vista radicalmente distinto. De manera clara, insistía en rechazar lo que podríamos denominar un nacionalismo espiritual que encontramos en escritos de la época y que garantizaba la salvación a cualquier judío por el hecho de serlo. Por el contrario, Juan afirmaba, de manera desagradable, pero inequívoca, que sólo podían contar con ser salvados aquellos que se volvieran a Dios. Las fuentes, al respecto, no dejan lugar a dudas:

 

Y decía a las multitudes que acudían para ser bautizadas por él: ¡Oh generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? Llevad a cabo frutos propios de la conversión y no empecéis a decir en vuestro interior: Tenemos como padre a Abraham; porque os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras. Además el hacha ya está colocada sobre la raíz de los árboles; y todo árbol que no da buen fruto se corta y se arroja al fuego.

(Lucas 3, 7-9. comp.. Mateo 3, 7-10)

 

 

Desde la perspectiva de Juan, lo que establecía la diferencia entre los salvos y los réprobos, entre aquellos cuyos pecados recibían o no perdón, no era el hecho de pertenecer o no al pueblo de Israel, sino de volverse hacia Dios con el anhelo de cambiar de vida, un cambio que resultaba simbolizado públicamente por el bautismo. En ese sentido, el paralelo con profetas anteriores resultaba muy acusado. Amós había proferido invectivas contra distintos pueblos paganos para, al fin y a la postre, coronar su mensaje de juicio con terribles alegatos dirigidos contra Judá (Amós 2, 4-5) e Israel (2, 6ss). Isaías había comparado a la sociedad judía de su tiempo con las ciudades de Sodoma y Gomorra borradas de la faz de la tierra por el juicio de Dios (Isaías 1, 10 ss). Ezequiel había calificado de abominación la práctica religiosa de los judíos de su época atreviéndose a anunciar la destrucción del Templo de Jerusalén (Ezequiel 8 y 10). Frente a la idea de que todo Israel tendría lugar en el mundo por venir, la tesis de los profetas era que sólo un resto, un residuo de Israel, obtendría la salvación (Isaías 10, 22-23). Juan, sustancialmente, mantenía esa misma línea. La religión – no digamos ya la pertenencia a un grupo nacional – no proporcionaba la salvación, sino que la conversión a Dios era lo que permitía no ganarla, pero sí recibirla.

También como en el caso de los profetas, la predicación de Juan, por añadidura, estaba teñida de una notable tensión escatológica. El suyo no era únicamente un mensaje de catástrofe sino que añadía un elemento de clara esperanza. Si resultaba urgente adoptar una decisión que desembocara en la conversión era porque se acercaba la consumación de los tiempos. Al respecto, Juan asociaba su labor con la profecía contenida en el capítulo 40 del profeta Isaías, la que afirma:

 

 

Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor;

Enderezad sus sendas.

Todo valle se rellenará,

Y se bajará todo monte y collado;

Los caminos torcidos serán enderezados,

Y los caminos ásperos allanados;

Y verá toda carne la salvación de Dios.


Dios iba a manifestarse de manera especialmente clara. Resultaba, pues, totalmente lógico que la gente se preparara y que también, tras el bautismo, cambiara de forma de vivir. La enseñanza de Juan, al respecto, pretendía, sobre todo, evitar los abusos de poder, la corrupción, la mentira o la falta de compasión. El testimonio lucano es claro en ese sentido:

 

Y la gente le preguntaba: Entonces, ¿qué debemos hacer? Y les respondió: El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene de comer, que haga lo mismo. Acudieron también unos recaudadores de impuestos para ser bautizados, y le dijeron: Maestro, ¿qué debemos hacer? El les dijo: No exijáis más de lo que os ha sido prescrito. También le preguntaron unos soldados: Y nosotros, ¿qué debemos hacer? Y les dijo: No extorsionéis a nadie, ni calumniéis; y contentaos con vuestro salario

(Lucas 3, 10-14).

 

Resulta obvio que el mensaje de Juan distaba mucho de ser lo que ahora entenderíamos como revolucionario. No esperaba que cambiaran las estructuras sociales ni que se produjera alteración alguna en la división de clases que a la sazón existía. No condenó, desde luego, a los recaudadores de impuestos – los odiados publicanos al servicio de Roma – ni a los alguaciles o soldados que los acompañaban. Sí consideró, por el contrario, que, como todos, debían convertirse y que, tras su conversión, su vida debía experimentar cambios como el comportarse de forma honrada y el descartar conductas como la mentira, la violencia, la corrupción o la codicia.

Por añadidura, Juan esperaba que, muy pronto, se produciría un cambio radical, un cambio que no vendría por obra del esfuerzo humano, sino en virtud de la intervención directa de Dios que actuaría a través de su mesías. Éste se manifestaría pronto y entonces las promesas pronunciadas durante siglos por los profetas se harían realidad. Los que hubieran experimentado la conversión serían preservados cuando se ejecutara el juicio de Dios, mientras que los que no la hubieran abrazado, resultarían aniquilados. La alternativa sería verse inmersos en la acción del Espíritu Santo o en el fuego:

 

 

Y el pueblo estaba pendiente de un hilo, preguntándose todos en su corazón si Juan sería el mesías. Juan les respondió: Yo ciertamente os sumerjo en agua; pero está en camino uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os sumergirá en Espíritu Santo y fuego. Lleva el aventador en la mano, y limpiará su era, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en un fuego que no se extinguirá nunca

(Lucas 3, 15-7).

 

Las fuentes coinciden en señalar que la predicación de Juan el Bautista duró poco. Como cualquier predicador que no busca su propio ensalzamiento, sino cumplir con su cometido de manera digna y decente, Juan no estaba dispuesto a restringir su acerado mensaje por razones de conveniencia personal o por servilismo hacia los poderosos. Al reprender el pecado de sus contemporáneos, no se detuvo ni siquiera ante el propio Herodes el tetrarca. De manera bien significativa, el pecado que le echó en cara tenía que ver con la ética sexual contenida en la Torah. Herodes se había casado con Herodías, la mujer de su hermano Felipe, y Juan le instó al arrepentimiento señalando que esa conducta no era lícita. El resultado de su predicación fue que el tetrarca lo detuviera y ordenara su confinamiento en la fortaleza de Maqueronte (Lucas 3, 19-20). Sin embargo, para cuando esos hechos tuvieron lugar se habían producido acontecimientos de enorme trascendencia relacionados con la vida de Jesús.

CONTINUARÁ