Viernes, 19 de Abril de 2024

Y si Hitler hubiera vencido…

Lunes, 20 de Abril de 2015
En los últimos años se ha ido extendiendo cada vez más la noción de que el III Reich nunca tuvo la menor oportunidad de ganar la Segunda guerra mundial. A decir verdad, su derrota comenzó cuando, en el verano de 1941, invadió una Unión Soviética que era mucho más fuerte de lo que Hitler creía y que, según reconoció el propio Winston Churchill, para 1944, antes del desembarco en Normandía, había despanzurrado ya al ejército alemán.

Con todo, resulta inevitable especular con lo que habría sido del mundo en el caso de que el vencedor de la terrible guerra hubiera sido Hitler. Ése era el tema – apenas oculto tras una trama policíaca de la novela Patria de Robert Harris o el del relato más verosímil de Philip Roth titulado La conjura contra América. Con todo, el mérito de haber abordado por primera vez el tema desde la óptica de la ficción se corresponde a Philip K. Dick y su The Man in the High Castle, escrita en los años sesenta del siglo pasado. Dick escribió una gran novela aunque discutible desde el punto de vista de la Historia posible y teñida de obsesiones propias como el uso del I Ching. En realidad, de haber ganado la guerra el III Reich, la configuración del mundo no sería tan difícil de imaginar. La visión internacional del Führer recogida en Mein Kampf a inicios de los años veinte ya había sido abandonada por otra más amplia antes de que concluyera esa década en el denominado Segundo libro de Hitler. Esta obrita poco conocida deja de manifiesto hasta qué punto Hitler había superado la visión colonial propia de la Primera guerra mundial para sustituirla por otra de carácter global verdaderamente notable. En opinión de Hitler, en el primer tercio del siglo XX, sólo Estados Unidos tenía la capacidad para ser una superpotencia dado su vigor económico y tecnológico. Semejante perspectiva resultaba a su juicio odiosa, primero, porque la hegemonía de Estados Unidos convertiría a Europa en un continente de segundo orden condenado a comprar productos americanos y, segundo, porque Estados Unidos era, en su opinión, una nación controlada por los judíos. El objetivo, pues, de la política del III Reich debía ser la creación de una superpotencia europea y aria que impidiera que el siglo XX acabara siendo el siglo americano. Para obtener ese objetivo, Alemania tenía que extenderse hacia el Este – su área de expansión desde la Edad Media – doblegar a una Francia repugnantemente decadente y llegar a acuerdos con Italia – a la que se reconocería una expansión colonial necesaria – y con Gran Bretaña, cuyo imperio sería aceptado porque, a fin de cuentas, no pasaba de ser un dominio ario sobre razas vistas como inferiores. A medida que fue avanzando la Segunda guerra mundial a este panorama se fueron sumando matices que apenas alteraban el panorama general. Si Hitler hubiera vencido, el III Reich habría mantenido Alsacia y Lorena tomadas tras la victoria sobre Francia en 1940, y habría incorporado a su territorio Polonia – una nación que había regresado a la independencia por deseo de Lenin en 1917 – Checoslovaquia, Lituania, Letonia, Estonia – todas ellas naciones surgidas en 1918 - y generosas raciones de Bielorrusia y Ucrania que impidieran el renacimiento de Rusia como gran potencia. Bulgaria, Hungría, Rumanía y Ucrania se habrían convertido en países satélites sometidos al III Reich. Yugoslavia habría sido fragmentada con una Croacia independiente de Serbia. Italia, la primera aliada de Alemania, habría podido apoderarse de un pedazo de Yugoslavia, una porción de Grecia y Albania manteniendo un imperio colonial africano que se habría extendido de Etiopía a Túnez y Libia. La Francia de Vichy habría conservado su imperio sobre razas consideradas inferiores, pero convertida en estado subordinado a Alemania. Finalmente, en la Península Ibérica, el dictador anglófilo de Portugal habría sido sustituido por otro germanófilo y Franco, considerado ingrato y clerical, de acuerdo con planes ya fraguados en 1942, habría sido sustituido por un gobierno de falangistas que llevaran a cabo una verdadera revolución nacional-sindicalista y que previamente habrían dado muestras de su valor combatiendo en la División Azul. Por supuesto, España habría cedido bases al III Reich aunque no habrían estado localizadas en Torrejón y Rota sino en las islas Canarias. Gran Bretaña podría haber conservado la India y el imperio africano, pero se habría visto desplazada de un Oriente Medio por donde habrían avanzado los blindados del mariscal Rommel. Por supuesto, el estado de Israel nunca se habría fundado y, por supuesto, casi nadie sabría que once millones de judíos europeos habían sido exterminados por el III Reich y sus aliados.

La independencia de Egipto, Siria, Jordania o Iraq habría tenido lugar, con la llegada al poder de partidos anti-británicos y pro-alemanes. El nacional-socialismo – a fin de cuentas la ideología del Baaz posterior – se habría extendido desde el Nilo al Éufrates tomando su inspiración de un austriaco llamado Hitler. Seguramente, se habría tratado de un Oriente Medio mucho más estable que el que hemos conocido tras la Segunda guerra mundial, pero con formas políticas no menos pavorosas.

En Extremo Oriente, Japón habría podido mantener su influencia en ciertas zonas de China y el Sureste asiático, pero, seguramente, sólo por un tiempo. Al fin y a la postre, la resistencia en Vietnam, Corea e incluso la mayor parte de China habría obligado al Japón a limitar su expansión y quizá a retirarse de ciertas áreas. Un Hitler que lo habría necesitado, por ejemplo, en el enfrentamiento con la Unión Soviética nunca lo tuvo en cuenta en medio de la guerra. Cuesta creer que lo hubiera hecho tras vencer en Europa y África.

La pregunta final es que habría pasado con Estados Unidos, considerado por Hitler como el enemigo número uno. De manera más que previsible, el III Reich habría logrado no pocas adhesiones ideológicas al sur del río Grande donde, por ejemplo, el general Perón había creado su propia versión del fascismo italiano. En los años posteriores a la victoria de Alemania, buena parte de Hispanoamérica previsiblemente habría abrazado el nacional-socialismo como una ideología adecuada para enfrentarse con el coloso del Norte. Por añadidura, Estados Unidos no habría podido crear en Bretton Woods un nuevo orden mundial que le permitiera convertirse en la potencia hegemónica de Occidente absorbiendo los excedentes económicos de otras naciones para costear su déficit público y privado que ha ido aumentando sin cesar desde los años sesenta del siglo pasado. Tampoco habría podido convertirse en pieza clave de la política europea a través del Plan Marshall y la NATO. Menos aún habría ganado la carrera espacial con Werner von Braun y sus técnicos trabajando no para la NASA sino para su Alemania natal. Ni que decir tiene que jamás habría tenido lugar el movimiento de los derechos civiles porque la victoria del nacional-socialismo alemán habría proporcionado una clara legitimación a las ideologías de carácter racista en todo el globo. Quizá Estados Unidos habría podido mantener su status de potencia avanzada, pero, en no escasa medida, se habría visto empotrado entre el III Reich victorioso y el Japón que limitaría su expansión en el Pacífico y no habría podido extenderse geo-estratégicamente por medio mundo apelando a la lucha contra el comunismo por la sencilla razón de que la Unión Soviética habría sido aniquilada por Hitler. En otras palabras, el siglo XX no habría sido americano sino germánico y Japón, como tras la segunda guerra mundial, se habría convertido en un aliado del vencedor. No solo eso. Hitler no habría sido el archi-villano actual sino que habría sido presentado como el heroico redentor de la Humanidad ya que sería retratado como el gran vencedor sobre un comunismo descrito como un movimiento terriblemente sanguinario y sobre los judíos que serían pintados con los colores más siniestros. Afortunadamente, determinados supuestos sólo son posibles en el mundo de la ficción.

 

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