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XXIX.- El judío como archienemigo (VI): El antisemitismo como arma política (II): Castilla

Jueves, 23 de Abril de 2020

La muerte de Alfonso XI ante Gibraltar (1350) sumió a Castilla en una dificilísima tesitura histórica que enfrentó, por un lado, a la reina viuda doña María decidida a defender a su hijo, el príncipe don Pedro, con, por el otro, los bastardos del rey.  El resultado fue una terrible guerra civil, conflicto en el que los judíos tendrían un papel importante.

Los adversarios de Pedro lanzaron desde el principio la especie de que por las venas del infante corría sangre judía.  Por añadidura, los bastardos – especialmente Enrique de Trastámara – jugaron la carta del antisemitismo presentándose como los valedores del pueblo llano frente a los judíos.  Se trataba de una maniobra que tendría una fecunda y sobrecogedora trayectoria que llegaría a los partidos católicos antisemitas a inicios del siglo XX y el nacional-socialismo germánico de Hitler.  Pedro ni era un hereje judaizante ni tenía sangre judía.  Sí es cierto que trató a los judíos con considerable humanidad, fundamentalmente, porque había llegado a la conclusión acertada de que eran súbditos fiables y hábiles.  En 1350, por ejemplo, nombró tesorero mayor – el cargo que había sustituido al de almojarife – al judío Samuel ha-Leví.  Inicialmente, no encontró mucha resistencia.  Sin embargo, la subida de no pocos judíos a cargos de relevancia no tardó en ser empleada por el bastardo Enrique de Trastámara que supo compaginar la “acción directa” con lo que ahora denominaríamos ofensiva mediática.  Pero López de Ayala, por ejemplo, trazó versos que señalaban a los judíos como fuente de todos los males y, de paso, arrojaban la responsabilidad sobre el rey Pedro.  De manera bien reveladora, Pero López de Ayala era sobrino del cardenal Pedro Gómez Barroso y había recibido instrucción clerical.  De hecho, si no profesó como clérigo se debió al hecho de que su hermano mayor falleció y debió hacerse cargo de los deberes propios de la primogenitura.  Sus textos, desde luego, son bien elocuentes y revelan el mensaje que el clero difundía sobre los judíos a los que presentaba como chivos expiatorios de todas las desgracias:

 

Allí vienen judíos, que están aparejados

 Para beber la sangre de los pueblos cuytados;

Presentan sus escriptos que tienen concertados,

E prometen sus joyas e dones a privados

...

Allí facen judíos el su repartimiento

Sobre el pueblo, que muere por mal defendimiento;

Et ellos entre sí apartan medio cuento:

Que han de aver privados, qual ochenta, qual ciento.

Et dicen los privados: Servimos cada día

Al rey; quando yantamos, es más de medio-día,

E velamos la noche, que es luenga et muy fría,

Por concertar sus cuentas et la su atasmía...

Dicen luego al Rey: Por cierto vos tenedes

Judíos servidores, et merced les faredes,

Ca vos pujan las rentas por cima las peredes;

Otorgádselas, Señor, ca buen recabdo avredes.

...

Dice luego el rey: A mi place de grado

De les facer placer: ca mucho han pujado

Oganno las mias rentas.  ¡E non cata el cuytado

Que toda esta sangre sale del su costado!                     

 ...

Desta guisa que oydes pasa de cada día,

El pueblo muy lasrado, clamando, pía, pía.

 

      Las consecuencias de semejante propaganda no resultaban difíciles de imaginar. Cuando, fiados en la benevolencia del rey, los judíos alzaron en 1360 una sinagoga nueva en Toledo, la indignación de ciertos estamentos subió de tono hasta rozar la sublevación.  De hecho, ese mismo año los bastardos Enrique y Tello, apoyados por Pedro el ceremonioso, el rey de Aragón, desataron la guerra contra el rey de Castilla y se apoderaron de Nájera.  Fue una empresa sin riesgos ni oposición en el curso de la cual aprovecharon para saquear la judería y dar muerte a los judíos.  El cruento episodio provocó una inmediata reacción en cadena que tuvo, como consecuencia directa, la aniquilación de la judería de Miranda de Ebro.  Los campos quedaban delimitados en apariencia.  Por un lado, el rey Pedro y los judíos; por el otro, los bastardos seguidos por los que pensaban que estaba al alcance de la mano librarse de los hijos de Israel, origen de todos sus males.   Así, en 1355, Enrique llegó hasta Toledo con la intención de apoderarse de la judería principal, fuertemente protegida por murallas; granjearse así la voluntad popular y asaltar la importantísima ciudad.  Como primer paso, Enrique asaltó la judería pequeña que no contaba con defensas.  Mil doscientos judíos, incluyendo mujeres y niños, fueron degollados por las fuerzas de Enrique.  La matanza no se repitió en la judería grande simplemente porque el ejército de Pedro I llegó a Toledo y Enrique se vio obligado a retirarse.

      El bastardo no había logrado su objetivo inmediato, pero se ganó una aureola de enemigo de los judíos que no pudo resultarle más beneficiosa.  Ante buena parte del pueblo llano, podía presentarse como su protector frente a las exacciones de los odiados hebreos, pero, sobre todo, recibió el aplauso del clero.  La demagogia, trágicamente, no se detuvo en los cruentos acontecimientos de Toledo.  En 1360, Enrique alentó a los vecinos de Nájera y Miranda de Ebro a degollar a todos los vecinos judíos sin excepción alguna.  En 1366, sus mercenarios franceses a las órdenes de Beltrán Du Guesclin dieron muerte a todos los judíos de Briviesca.  Ese mismo año, Enrique fue coronado rey de Castilla, con el apoyo de Aragón y Francia, mientras Pedro I marchaba a buscar ayuda de Inglaterra.  De esa manera – como en tantos episodios de la Historia anterior y posterior – España entraba en los dos bandos de un conflicto europeo, en este caso la guerra de los Cien años.  Así, mientras que Enrique estaba aliado con Francia, Pedro se apoyaba en Inglaterra.  Al fin y a la postre, Pedro encontraría la muerte en Montiel a manos de Enrique de Trastámara y del mercenario francés Beltrán Du Guesclin que, antes de darle muerte, le acusó de “fi de puta judío”.  La injuria no tenía punto de contacto con la realidad.   Expresaba, sin embargo, todo un estado de ánimo.  Por lo que se refería a los judíos, se abría una época de incertidumbre, aunque seguramente la mayoría no lo comprendió entonces.   En 1371, las cortes de Toro acabaron por aprobar la norma papal a la que tanto se habían resistido los reyes de Castilla.  En adelante, pesaría sobre los judíos la obligación de llevar una divisa distintiva.

       Tras la muerte de Enrique de Trastámara, Juan I intentó proteger a los judíos de la oleada de antijudaísmo que recorría sus territorios.  Así, en las cortes de 1379, dictó motu proprio una ley que colocaba las juderías visitadas por su corte bajo la protección de los monteros de Espinosa.  Sin embargo, el malestar social era inmenso y en septiembre de 1380, las cortes de Soria propusieron al rey que dictara una serie de medidas contrarias a los judíos.  El monarca insistió, por el contrario, en dispensarles su protección.  Dado que los judíos eran asaltados por los caminos al reconocerse la divisa que llevaban en cumplimiento de las disposiciones de la Santa Sede, el monarca dispuso que se penara con la multa de seis mil maravedíes a las poblaciones en cuyos términos se hubiera cometido el crimen.  Pero la presión no cejó.  En 1385, las cortes de Valladolid obtuvieron la exclusión de los hebreos de la administración de las rentas públicas.  En el ánimo de Juan I pesó decisivamente la conducta de un clero que obedecía puntualmente las disposiciones antisemitas de la Santa Sede.  Así, los párrocos se negaban a administrar los auxilios espirituales, en caso de enfermedad o muerte, a los cristianos que servían o vivían con judíos.   En estas acciones pesaba igualmente la codicia que, desde hacía siglos, caracterizaba indefectiblemente la conducta de la iglesia católica no sólo en España.  La gestión de los impuestos, realizada hasta entonces por los judíos, pasó a prelados y clérigos.  De manera considerablemente ingenua, pensaban los procuradores que ese cambio se traduciría en una situación fiscal menos onerosa y más compasiva.  Difícilmente, se hubieran podido equivocar más.  Los hombres de iglesia demostraron ser menos eficaces en sus actuaciones – lo que perjudicaba a los intereses del reino - pero no resultaron más misericordiosos.  Quedó así de manera descarnada una de las circunstancias más dramáticas del mundo medieval: la iglesia católica era incapaz de desempeñar funciones administrativas esenciales, pero no era por razones de bondad espiritual sino por mera incompetencia, una incompetencia rezumante de codicia.  Sería una terrible situación que se repetiría vez tras vez provocando la devolución de los deberes administrativos a los judíos y, con ello, el enconamiento del antisemitismo católico que no podía tolerar lo que vivía como una humillación intolerable a su complejo de hiperlegitimidad. Los frutos de ese antisemitismo impulsado desde la misma Santa Sede cosecharía abundantes frutos de expolio, sangre y muerte durante el siguiente siglo.  

CONTINUARÁ