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(LXVI): El tributo pagado a la contrarreforma (IV): las finanzas (II)

Jueves, 25 de Marzo de 2021

El caso de Richelieu no fue excepcional. Wallenstein, el gran héroe católico de la primera parte de la Guerra de los Treinta años, también recurrió a aquellos que eran buenos banqueros simplemente porque no creían que en la actividad bancaria existiera pecado alguno. En su caso, su hombre de confianza fue un calvinista –¿puede sorprender?– de Amberes llamado Hans de Witte. Verdadero artífice financiero de las victorias de Wallenstein, aprovechó su puesto para defender a otros calvinistas que ya sabían lo que significaba la cercanía de los jesuitas.   Porque la realidad pavorosa era que la Compañía de Jesús ya estaba expulsando a sangre y fuego a los protestantes de Europa central y Bohemia.  De Witte fue respetado mientras tuvo éxito. Cuando Wallenstein fue vencido y De Witte se arruinó, su vida dejó de ser útil. Un día apareció ahogado en un estanque. Había sufrido la suerte de tantos judíos de corte en el pasado o de tantos otros herejes o agnósticos que han trabajado para instancias católicas después.   La realidad, empero, resulta innegable.  Durante todo el s. XVII, los banqueros de élite en Europa fueron calvinistas, pero lo más doloroso es que en su mayor parte habían huido de los Países Bajos españoles donde el hecho de tener otras creencias distintas de la católica les habría costado la vida. Así el deseo de aplastar la libertad religiosa y acabar con la vida de los disidentes mantenido a sangre y fuego por la iglesia católica había evitado que pudieran servir al rey de España y los había colocado a las órdenes de príncipes protestantes que creían en la bondad de la banca o de católicos que no veían la necesidad de anteponer la obediencia estricta a las enseñanzas vaticanas sobre los intereses de su patria. El resultado es de todos sabido porque, desde luego, difícilmente pudo resultar más nefasto para España. A decir verdad, nunca recuperaría su posición de potencia de primer orden. Y es que, como ha señalado, H. R. Trevor-Roper, "las sociedades protestantes eran, o se habían convertido, en sociedades con una visión más adelantada que las sociedades católicas tanto económica como intelectualmente".

Por desgracia, España no aprendió la lección que habían captado Wallenstein, Richelieu o Mazarino.  Por el contrario, iba a seguir despreciando los bancos y su actividad durante siglos. Como en el caso del trabajo al que quiso privar del carácter infamante que le daban los españoles, también habría que esperar a finales del siglo XVIII para que Carlos III intentara que la nación se desprendiera de sus prejuicios. También, como en el caso de la ética del trabajo, el monarca ilustrado fracasó en ese intento. Hasta mediados del siglo XIX no aparecieron los primeros bancos en España. De nuevo, la nación se había quedado varios siglos –en este caso más de cuatrocientos años– retrasada en relación con la Europa donde había triunfado la Reforma. Por añadidura, el prejuicio continúa a día de hoy.  Todavía, a día de hoy, la Comisión para justicia y paz de la Santa Sede ha condenado un documento la "idolatría de los mercados" con un lenguaje que no desmerece de las condenas pronunciadas durante la Edad media contra el préstamo a interés.  Es bien cierto que algunos economistas católicos se apresuraron a decir por los pasillos que la Santa Sede podía ocuparse de cosas más importantes que disparatar en materia económica. Tenían razón, pero ya era un poco tarde para salvar el imperio español y permitir que España se igualara con otras naciones que comenzaban a adelantarla.  Hace de todo ello casi medio milenio y no existen indicios que lleven a pensar que esa mentalidad no siga siendo la predominante, por desgracia, entre los españoles.

CONTINUARÁ