Jueves, 18 de Abril de 2024

(LV): La España de la contrarreforma (XII): Felipe II. La espada de la contrarreforma (VII): De la rebelión de Flandes al fracaso de la empresa de Inglaterra (I)

Jueves, 19 de Noviembre de 2020

Si la política de Felipe II hacia los protestantes, fiel trasunto de los deseos de la Santa Sede, implicó en el caso de España su exterminio físico o su exilio; en el caso de Flandes, significó el final de las libertades y acabó desencadenando una rebelión contra la monarquía hispánica que podía, ciertamente, haberse evitado.  No cabe duda de que si Felipe II hubiera sido más realista en relación con el avance del protestantismo – como lo fueron algunos monarcas franceses que también eran católicos – la marcha de su reinado hubiera sido más afortunada siquiera por los problemas con los que no hubiera tenido que enfrentarse en el norte de Europa.   Como había sucedido con el proyecto imperial de Carlos V – esa posición iba a implicar un coste enorme para los intereses de la nación. 

De manera no poco reveladora, en Felipe II se unía el fanatismo católico – que lo arrastró no sólo al exterminio de los protestante sino también a reunir una extraordinaria colección de reliquias – con una más que acentuada afición por el ocultismo.  Así, ordenó que le elaboraran varias cartas astrales y una de ella, el Prognosticon, la usó casi como libro de cabecera.  Por desgracia, todo debe decirse ya que el texto en cuestión le anunció que tendría más descendientes que su padre o que Granada sería una buena ciudad para él, premoniciones ambas desmentidas trágicamente por el paso del tiempo.  Quizá haya que atribuir también, en parte, esa afición del rey a la necesidad.  Por ejemplo, en 1559 contrató a un tal Tiberio della Rocca para que le convirtiera metales como el mercurio en monedas de plata con las que pagar a los soldados o en 1567, volvió a contratar a dos hermanos alquimistas a los que instaló en un laboratorio en Madrid.  Semejantes episodios dicen mucho de la testa coronada que gobernaba España.  Hubiera podido razonar con sensatez sobre los intereses de la nación.  En lugar de obrar así, optó por someterse a los intereses de la Santa Sede y cuando esa decisión agotó, como había sucedido durante el reinado de su padre, las arcas de la nación no cambió de rumbo sino que buscó la solución en la superstición más grosera.  La verdad es que cuando se tienen en cuenta el inflexible contrarreformismo del rey y su consulta continuada del Prognosticon se comprenden muchos de los trágicos errores de su reinado.

Las victorias de Felipe II en sus primeros años de su reinado no tardaron, por desgracia para España, en presentar su verdadero rostro a partir de la denominada crisis de 1568.   Si en España, los moriscos de Granada - ¡la ciudad de donde, según los adivinos, el rey debía esperar venturas! – se sublevaban; en Flandes, al intentar imponer Felipe II los decretos del concilio de Trento, se produjo una rebelión de los protestantes en defensa de la libertad de conciencia y de religión.   Durante ese año, y a pesar de las victorias militares españolas, resultaba obvio que no se conseguiría controlar la actual Holanda sino que la lucha se prolongaría sin que fuera posible adivinar su final.   De manera empecinada, el monarca se negó a plantearse un acuerdo que permitiera el ejercicio de la libertad religiosa a los protestantes como habían hecho los reyes de Francia o incluso, aunque regañadientes, su propio padre en Alemania.  Por el contrario, optó por enviar al duque de Alba que estableció el tribunal de los tumultos.  Alba – como sus sucesores Luis de Requesens, Juan de Austria y Alejandro Farnesio – no logró, al fin y a la postre, un resultado positivo porque Felipe II mantuvo inquebrantable su postura de negarse a reconocer si no la plena libertad religiosa, sí, al menos, una cierta tolerancia.  Esa posición no era ni con mucha unánime entre sus funcionarios y, de hecho, don Juan de Austria llegaría a pensar en aceptar el derecho a la libertad religiosa como una manera de zanjar el conflicto, pero su intento fracasaría a causa de la intransigencia del rey.

Si la sumisión a los intereses de la iglesia católica provocó un avispero en Flandes del que no se intuía la salida, no mejor fue la situación en el Mediterráneo, una vez más planteada de acuerdo con los deseos de la Santa Sede.  El 25 de mayo de 1571, se proclamó en la basílica de san Pedro en Roma la Santa Liga de la cruzada a la que se sumaron únicamente España, Venecia y la Santa Sede.   De las tres, tan sólo España era una potencia en el sentido verdadero del término y arriesgaba considerables medios en la empresa.  Aunque el acuerdo suscrito por las tres partes establecía que España sólo contribuiría con el cincuenta por ciento de los medios la realidad fue  muy distinta.  En la batalla de Lepanto, que se combatiría como consecuencia de esta alianza, lucharon veintiocho mil infantes y de ellos veintiuno mil – es decir las tres cuartas partes – eran españoles.  La Santa Sede sólo contribuyó con dos millares y Venecia con escasos cinco mil.   También desproporcionada, aunque no tanto, fue la participación naval.  De las 315 embarcaciones de la Santa Liga, 164 eran españolas.   En otras palabras, España fue la única potencia importante y la que participó en mayor medida en la empresa.  Esta circunstancia resulta especialmente llamativa cuando se examina el panorama presentado por las potencias de la época.  Que las potencias protestantes no participaran en aquel combate cabe atribuirlo a que el escenario era muy lejano geográficamente de Suecia o Inglaterra y a que, por otro, no podían sentir ningún interés por favorecer al papa o a España.   Sin embargo, esta circunstancia no era de aplicación a las potencias católicas - teóricamente interesadas en una victoria sobre los turcos – que se abstuvieron igualmente.  El emperador Fernando debía haber sido más que favorable a cualquier esfuerzo de contención de los turcos, pero optó por dejar que España soportara toda la carga.  Francia, por su parte, era una potencia católica que, teóricamente, debería haber respondido favorablemente al llamamiento papal.  Por si fuera poco, su situación de potencia en el Mediterráneo se veía afectada directamente por las acciones de los turcos y de sus aliados, los piratas berberiscos.  Sin embargo, en el caso de Francia prevaleció el hacer valer los intereses nacionales sobre los de la Santa Sede.  Los turcos no sólo no eran vistos como enemigos sino como aliados en la lucha contra España.  A mediados del siglo XVI, los franceses y los turcos se permitieron incluso saquear conjuntamente la ciudad de Niza.  Comenzaba así una alianza que proseguiría durante el episodio de Lepanto, pero que se traduciría además en una curiosa censura acerca de los turcos en la sociedad francesa que no debía saber quiénes eran sus aliados frente a una España, mucho menos terrible.  Así, cuando en 1646, un franciscano recoleto llamado Eugene Roger publicó en Francia un libro titulado Terra Sancta donde se mencionaba la verdad sobre los turcos se produjo la inmediata retirada de circulación de la obra.  Los sucesivos reyes franceses estaban tan interesados en justificar aquella alianza contra natura que ocultaron a su pueblo cómo eran los turcos a pesar de que éstos no pocas veces actuaban contra súbditos franceses.  Cuando Molière en 1669 quiso documentarse sobre el imperio otomano para El burgués gentilhombre se le remitió al caballero d´Arvieux, un amigo de los turcos y lo mismo sucedió cuando Racine estaba escribiendo Bayaceto.   Se podía hablar con partidarios y paniaguados de los otomanos pero, bajo ningún concepto, consultar – menos aún publicar – obras verdaderas sobre los turcos.  Durante aquel siglo fueron varias las obras que se publicaron en Italia y España describiendo negativamente a turcos y argelinos pero, salvo el Quijote que podía ser tachado de ficción, ninguna obtuvo permiso para ser publicada en Francia.  Tan sólo a finales del s. XVII, Luis XIV ordenó una pequeña expedición contra Argel, pero incluso entonces se hizo creer a la opinión pública que los argelinos y los turcos nada tenían que ver entre sí a pesar de ser aliados desde hacía siglos.  Los católicos reyes de Francia – gustara o no – habían aprendido a adoptar decisiones que beneficiaran a la nación.  Los españoles, por el contrario, sometían a la nación y sus recursos a los intereses de la Santa Sede.   Finalmente, como es de todos sabido, las fuerzas españolas vencieron a las turcas en Lepanto, una batalla que Cervantes, veterano de la misma, denominó la “más alta ocasión que vieron los siglos”.  Que hubo derroche de valor español, incluido el del genial escritor, no admite duda, pero, al fin y a la postre, el coste no compensó el esfuerzo.  Venecia no tardó en llegar a un acuerdo con los turcos y España ni siquiera pudo liberar a sus cautivos de Argel donde el propio Cervantes sufrió reclusión durante varios años.  Si se compara con los resultados franceses, ¿cuál de los dos monarcas, católicos por más señas, hizo lo mejor para su nación, el que se sometió a los deseos de la Santa Sede o el que hizo prevalecer sus intereses particulares?  La pregunta, obviamente, es retórica.  

La pésima situación económica derivada de esa política de sumisión a los intereses papales sólo empeoró en los últimos años del reinado de Felipe II.  Tras convertirse en rey de Portugal en 1580, el monarca español todavía subordinó más sus acciones a la iglesia católica hundiendo incluso más a la nación en la ruina.   A pesar del triunfo portugués, en 1580, tuvo lugar también la caída de Antonio Pérez, secretario del rey, católico, pero pragmático que creía en la posibilidad de ralentizar el desplome mediante una cierta tolerancia.  Antonio Pérez, al que no se le escapaba la catadura real de Felipe II, estaba en lo cierto, pero tolerancia era una palabra y una conducta tabú para la iglesia católica.  A Pérez, de manera bien significativa, lo sucedió el cardenal Granvela.   De esa manera se produjo el desplome del que algunos han denominado “equipo liberal” - los Mendoza y el príncipe de Éboli junto con Antonio Pérez a los que sería más correcto denominar pragmáticos - y triunfaba el intransigente formado por Alba, Barajas, Chávez y Chinchón.  Los resultados de ese cambio fueron indiscutiblemente negativos.  Por ejemplo, se prohibió a los estudiantes españoles asistir a universidades extranjeras, se reforzó el papel de la Inquisición y se introdujo una censura aún más férrea.  España se convertía así en un bastión de la Contrarreforma caracterizado por un aislamiento del resto del mundo que le resultaría fatal.  La nación que había ido a la vanguardia del progreso europeo optaba ahora por dar la espalda a todo salvo a un catolicismo intransigente.

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