Jueves, 18 de Abril de 2024

(CXII): EL RÉGIMEN DE LA RESTAURACIÓN (III): El sistema de la Restauración (II)

Viernes, 17 de Febrero de 2023

El desafío que la iglesia católica, comenzando por el propio papa, lanzaba al nuevo gobierno era formidables y Cánovas intentó enfrentarse con él de manera especialmente inteligente.  Así, en su primer año de gobierno, la primera medida que adoptó respecto a la situación fue la de emplear el dinero público en ayudar a las finanzas eclesiales regresando a la situación previa a la revolución de 1868 [1].  En la práctica, el paso dado por Cánovas significó multiplicar por trece la asignación que había recibido la iglesia católica del fugaz régimen anterior.  No se trataba sólo de dinero aunque la cuestión económica resultara importante.  El gobierno derogó además una ley de 1873 que autorizaba a los antiguos miembros de órdenes religiosas contraer matrimonio y además volvió a imponer el matrimonio canónico como única forma legal de contraer nupcias para los católicos.  Como colofón de todas estas medidas, el ministro responsable de la educación procedió a despedir a una serie de profesores como Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos a los que se consideraba opuestos a las tesis de la iglesia católica. 

Las concesiones en terrenos como el derecho de familia, el mantenimiento público del clero y el control de la enseñanza eran tan clamorosas que se hubiera esperado que se templarÍan algo las ansias de la iglesia católica.  No fue así.  La idea de que pudiera existir libertad religiosa en España resultaba inaceptable y los grupos de presión católicos lo mismo se lanzaron sobre Alfonso XII cuando éste llegó a España para exigirle que defendiera la “unidad católica” que se entregaron a denigrar a Cánovas.  Los obispos, por su parte, lanzaron diversas proclamas a fin de que en las elecciones a cortes constituyentes los católicos no votaran a candidatos que estuvieran a favor de la libertad religiosa.  Los obispos de la provincia eclesiástica de Tarragona declararon públicamente que “ningún católico puede votar esa libertad de perdición, ni enviar con su sufragio a las Cortes a aquellos que se muestran dispuestos a establecerla en España”[2].  Por su parte, el cardenal Barrio, de Valencia, subrayó que la libertad religiosa era una “libertad funestísima que no puede menos de ofender a Dios”[3].  Los obispos, por supuesto, no actuaban de manera autónoma sino siguiendo la voluntad expresa del papa.  De hecho, las instrucciones secretas de la Santa Sede recibidas por el nuncio establecían que tenía que oponerse “especialmente al ejercicio público de los cultos disidentes, y a cualquier acto del gobierno que tienda a admitir legalmente la libertad de cultos”[4].  El nuncio obedeció puntualmente al papa hasta el punto de que, durante la primavera de 1875, amenazó con abandonar España si se toleraba la libertad religiosa[5].  Se mirara como se mirara, las circunstancias de Cánovas no eran fáciles.  Si cedía ante las presiones vaticanas, el estado liberal se vería emasculado en un serio precedente de lo que podía suceder en los años siguientes; si, por el contrario, insistía en que se respetara un derecho elemental podía verse con una oposición católica dirigida frontalmente contra un régimen que no sólo no estaba asentado sino que ni siquiera había concluido su proceso constituyente.  En un intento por salvar la situación, con anterioridad a que se reunieran las Cortes en febrero de 1876, el gobierno nombró una comisión especial formada por treinta y nueve políticos para que procediera a redactar el artículo tocante al derecho a la libertad religiosa.  Se llegó así a un compromiso que debía ser el artículo 11 de la constitución que rezaba así:

     La Religión católica, apostólica y romana es la del Estado.  La Nación se obliga a mantener el culto y sus ministros.

     Nadie será molestado en territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana.

    No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado.

 

Aunque debe reconocerse que significaba un enorme avance en la Historia de España que alguien no fuera a ser molestado por no ser católico, con todo, el texto era muy lejanamente liberal en la medida en que el culto no católico quedaba circunscrito al secreto de la vida privada.  A pesar de su cicatería, el artículo pareció intolerable a los obispos que emprendieron una campaña muy agresiva para impedir que pudiera ser aprobado por las Cortes.  No sólo es que los prelados comunicaron a Alfonso XII que si no impedía la promulgación del artículo su proceder sería “contrario a la ley de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia católica y del Romano Pontífice, su Cabeza visible”[6], sino que el mismo Vaticano intervino señalando su oposición[7].  A lo sumo, la Santa Sede estaba dispuesta a que no se molestara a los creyentes de otras religiones siempre que se reconociera la “unidad católica” de España y que a otras confesiones no se les concediera status legal alguno[8]

 

CONTINUARÁ


 

[1]  Veáse J. María Palomares Ibáñez, “La recuperación económica de la Iglesia española, 1845-1931” en Emilio Parra López y Jesús Pradells (eds), Iglesia, sociedad y Estado en España, Francia e Italia (s. XVIII al XX), Alicante, 1991, p. 160. 

[2]  Contestación a una consulta sobre las elecciones próximas, 10 de enero de 1876, La Cruz, 1876, p. 123.

[3]  Resolución del cardenal arzobispo de Valencia a la consulta hecha por el clero de su diócesis sobre la unidad católica, 10 de enero de 1876, La Cruz, 1876, p. 46.

[4]  Citado en F. Díaz de Cerio y M. F. Núñez Muñoz (eds), Instrucciones secretas a los nuncios de España en el siglo XIX, 1847-1907, Roma, 1989, p. 173.

[5]  Robles Muñoz, Insurrección…, p. 107.

[6]  La Cruz, 1876, p. 183.

[7]  Giovanni Barberini, “El artículo 11 de la Constitución de 1876” en Anthologica Annua, 1961, vol. 9, p. 310.

[8]  Rafael María Sanz de Diego, “La actitud de Roma ante el artículo 11 de la Constitución de 1876” en Hispania Sacra, 1975, vol. 28, pp. 188-189. 

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