Jueves, 28 de Marzo de 2024

(CV): La corte de los milagros (I): El poder moderado y el Concordato de 1851

Viernes, 24 de Junio de 2022

La caída de Espartero condujo a la proclamación de la mayoría de edad de la princesa Isabel con tan sólo trece años (1843).  En un primer momento, se esperaba que el poder pasara a los progresistas encabezados por Salustiano Olózaga.  Sin embargo, el general moderado Narváez logró imponerse dando inicio a la denominada Década moderada.  Aunque los moderados eran, en teoría, liberales, la realidad es que sólo pretendían impulsar una situación que frenara las reformas malogradas de las décadas anteriores y que diera satisfacción a diversos grupos de poder incluyendo entre ellos, y de manera muy predominante, a la iglesia católica[1].  De hecho, puede decirse que las grandes metas de los moderados fueron, desde el principio, acabar con la constitución de 1837 – lo que consiguieron – y emascular el liberalismo para convertirlo en algo que pudiera ser aceptable para la iglesia católica.  En paralelo, los moderados aprovecharon el poder para dar inicio a algunos grandes negocios, pero incluso éstos no se debieron a la iniciativa privada sino a impulsos estatales en beneficio de particulares.   Como telón de fondo, los moderados decidieron mantener a la reina en una situación de marioneta fácil de manipular utilizando alternativamente sus pasiones insatisfechas y su beatería supersticiosa.  Para colmo de males, acordaron el matrimonio de Isabel con Francisco de Asís de Borbón que fue un semillero de problemas[2].

 

No deja de resultar significativo que los moderados obtuvieran sus dos grandes éxitos gracias a unos instrumentos legales que implicaban un freno directo a la modernización de España.  El primero fue la nueva constitución que, en realidad, no merecía el nombre de tal ya que era una especie de vía media entre el Estatuto real y las constituciones liberales.  Así afirmaba la soberanía compartida entre el monarca y la nación y limitaba, por otra parte, el número de las personas que podían participar en los procesos electorales. 

Aún más significativo que lo anterior fue el Concordato[3].  Suscrito en el año 1851, el Concordato sería la base de las relaciones entre la iglesia y el estado en España hasta 1931.  En otras palabras, resultaría un instrumento legal que, como tendremos ocasión de ver, impediría durante prácticamente un siglo la configuración de España como nación de ciudadanos libres e iguales siquiera porque consagraba numerosos privilegios favorables a la iglesia católica en áreas que sólo son arbitrio del estado.  El papa Pío IX – un pontífice que llegaría al punto de declarar que el papa era infalible en un intento, fallido por otra parte, de mantener la existencia de los estados pontificios – aceptó en el concordato la venta de las propiedades eclesiásticas realizada hasta entonces, confirmó los derechos antiguos de la corona española sobre los nombramientos episcopales y sancionó el principio de reorganización diocesana y parroquial.  A decir verdad, la Santa Sede, siguiendo un patrón que se repite vez tras vez en la Historia de España, no dio nada que no tuviera ya el gobierno.  A cambio – y, de nuevo, los paralelos son innegables – el gobierno multiplicó las concesiones.  El artículo 1 del concordato eliminaba de raíz la posibilidad de que existiera libertad religiosa y consagraba el monopolio confesional al afirmar que el catolicismo “con exclusión de cualquier otro culto continúa siendo la única religión de la nación española”.  El artículo 2, por su parte, entregaba la educación en manos de la iglesia católica al señalar que debía ajustarse a “la pureza de la doctrina de la fe”[4].  Aparte del monopolio ideológico y de la entrega de la educación, el gobierno asumía la obligación de mantener al clero diocesano, reconocía la independencia episcopal y aceptaba la restauración de las órdenes religiosas masculinas, aunque este último punto se realizó de manera tan ambigua que sería un semillero de conflictos futuros.  El concordato, ciertamente, implicaba una victoria extraordinaria de la iglesia católica que veía reconocido legalmente su papel de tutora de la nación con lo que esto implicaba de cercenamiento de derechos humanos inalienables.  A decir verdad, conseguía no menos de lo que ya había exigido del absolutista Fernando VII[5] e incluso, desde cierta perspectiva, más.  No era tampoco un triunfo menor para los moderados a los que asentaba en el poder y permitía conjurar el peligro carlista.  Como en tantas otras ocasiones, quien pagaba el tributo de aquel acuerdo era la nación que veía cómo algunos de los principios más relevantes del liberalismo eran traicionados para beneficio de unas castas privilegiadas o que aspiraban a serlo.  En adelante, habría intentos para cambiar esa situación, pero se revelarían fallidos.

CONTINUARÁ

 

[1]  Al respecto, véase: Nancy Rosenblatt, “The Spanish Moderados and the Church”, Catholic Historical Review, 1971, vol. 57, n. 3, pp. 401-420 and Idem, “The Concordat of 1851 and Its Relation to Moderate Liberalism in Spain”, Iberian Studies, 1978, n. 1, pp. 30-39.

[2] Del marido circularon hablillas en el sentido de que era homosexual e incluso la reina llegó a decir que dormía “con más puntillas que ella”, pero lo cierto es que se le conocieron distintas aventuras amorosas con mujeres.  Lo grave del comportamiento del rey consorte fue su deseo de inmiscuirse en la política.  Así, tras cinco meses de matrimonio, rompió sus relaciones con la reina porque no estaba dispuesta a dejarle actuar como rey.  No deja de ser significativo que la reina fuera a buscarlo porque echaba de menos sus atenciones sexuales.  Un intento de anulación del matrimonio iniciado años después fue rechazado por el papa.   Ya en el exilio, ambos cónyuges se separaron realmente, pero Francisco de Asís mantuvo por aquel entonces un tórrido romance con la cantante Hortensia Schneider, relación de la que se conservan unas cartas notablemente subidas de tono.

 

 

[3]  De especial interés es Federico Suárez, “Génesis del Concordato de 1851”, Ius Canonicum, 1963, vol. 3, pp. 233-234.

[4]  Citado en W. Callahan, Oc, p. 24. 

[5]  En el mismo sentido, W. Callahan, Oc, p. 25.

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