Jueves, 28 de Marzo de 2024

Mateo, el evangelio judío (XXIV)

Viernes, 7 de Diciembre de 2018

(22:1-46): Jesús, sometido a prueba

Si se desea obtener impunidad a la hora de asesinar a alguien resulta necesario haber asesinado antes la reputación de la víctima.  Un personaje que es considerado intachable e íntegro al que se da muerte puede provocar reacciones indeseadas para los criminales.  Precisamente por ello, resulta más que recomendable haberlo arrastrado antes por el fango.  Cuando se produce un crimen en esas condiciones no son pocos los que lo lamentan menos y los que incluso consideran que ha sido un acto de justicia cósmica.  A esas alturas, las autoridades del templo habían decidido eliminar a Jesús y sólo buscaban cómo hacerlo evitando reacciones negativas (21: 45-46).  Jesús, para colmo, se empeñaba en seguir comunicando su mensaje utilizando parábolas especialmente hirientes como aquella que enseñaba que los que rechazaban entrar en la fiesta de bodas del hijo se verían sustituidos en el banquete y además serían objeto de un merecido castigo (22: 1- 14).  En otras palabras, los dirigentes judíos impedían que el pueblo entrara en el reino y, aparte de no entrar ellos, el resultado sería trágico. 

Para denigrar a Jesús le sometieron cuestiones especialmente delicadas.  La primera fue la del tributo que se pagaba al emperador romano (22: 15-22).  ¿Jesús era partidario de pagarlo – como los fariseos, los herodianos y las autoridades del templo – o contrario como un subversivo?  Se trataba de una cuestión maliciosa (22: 18) cuya respuesta dejaría mal a Jesús dijera lo que dijera.  Sin embargo, la respuesta de Jesús fue magistral.  De entrada, como Jesús no era uno de sus estafadores espirituales especialmente hábiles para sacarle el dinero a los que los escuchan, ni siquiera llevaba dinero encima.  Hubo que mostrarle una moneda para que la comentara.  Por añadidura, Jesús era consciente de la mala fe de la pregunta, pero aún así decidió responderla (22: 18-20).  La respuesta queda opacada en nuestras traducciones porque, en griego, dice, no dar sino, literalmente: devolved a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios.  En otras palabras, la obligación humana no consiste en dejarse despojar ni por el emperador ni por nadie sino en devolver lo que se ha recibido.  Devolver al emperador lo que era suyo era lícito, pues.  Pero, a la vez, existe una obligación que muchos olvidan y que es más relevante que la anterior y es intentar devolver a Dios lo que es de El.  A los herodianos, a los fariseos y a las autoridades del templo no parece que fuera lo que más les importaba, pero Jesús la colocaba en el centro del debate.  A aquella gente tendría que haberles preocupado cómo comportarse en relación con Dios, pero, dejando de manifiesto lo que había en su corazón, les importaba mucho más el poder que cualquier otra cosa.  Sí, cierto, ese ansia de poder se disfrazaba de religión y de preocupación por la única organización religiosa verdadera, pero a Jesús no se le escapaba la realidad.  No sorprende que, expuesto de esa manera, se retiraran (22: 22).

La siguiente pregunta-trampa se relacionó con una cuestión tan esencial para la fe bíblica como la creencia en la resurrección.  Como la mayoría de las objeciones contra ciertos artículos de fe, no pasaba de ser una burla más o menos ingeniosa para ridiculizar una creencia negada.  La respuesta de Jesús no fue ponerse a la altura – ínfima – de sus interlocutores sino señalar el mal espiritual en que se encontraban: no conocían ni la Biblia ni el poder de Dios (22: 29).  A lo largo de mi vida, me he encontrado centenares de casos en los que, escuchando la supuesta crítica sólida contra el Evangelio, he contemplado con toda claridad que los que objetaban ni conocían las Escrituras ni el poder de Dios.  Quizá no es tan extraño.  Por ejemplo, es rara la semana que en esta misma página no aparece algún católico atacando la Reforma con argumentos no menos ridículos que los de los saduceos y demostrando que, aparte de una ignorancia histórica colosal, ni conoce la Biblia ni el poder de Dios.  Lo mismo sucede con gente que se burla de Jesús, del Evangelio o de la santidad de la vida.

El último enfrentamiento de los adversarios de Jesús con él tuvo como protagonistas a los fariseos (22: 34).  Habían visto cómo los saduceos quedaban malparados y, muy posiblemente, esperaban dejar en mala posición a Jesús desacreditándolo y dejando de paso de manifiesto la superioridad espiritual de su grupo.  La cuestión planteada fue cuál era el mandamiento más importante de la Torah.  Una vez más, la respuesta de Jesús fue profunda y sencilla a la vez.  El primer mandato era el amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente - ¡ay de aquellos que pretenden que para creer hay que dejar de pensar! – pero existe un segundo mandamiento semejante el de amor al prójimo como a uno mismo.  En ellos, se resumen la Torah y los profetas (22: 40).  A la vez, estos dos mandamientos muestran la incapacidad humana para salvarse por obras.  Es posible que alguien no cometa adulterio jamás, que no robe nunca, incluso que no llegue a pronunciar una sola mentira a lo largo de toda su vida, pero nadie logra consumar a la perfección el cumplimiento del primer mandamiento de la Torah y del mandamiento que es semejante.  Por eso, la visión de los fariseos era errónea al pensar – como otras visiones espirituales – que el ser humano puede ganar puntos mediante obras, ritos y sacrificios para obtener el paraíso.  La realidad es que sólo es posible arrojarse a los pies de Dios reconociéndose pecador e impetrando Su amor y Su perdón.  Por eso, los que creen en esa salvación por méritos propios están más lejos del Reino que las prostitutas y los publicanos (21: 31).

Tampoco el mesías era lo que pensaban los fariseos.  No era sólo hijo de David – como lo era Jesús – y la prueba estaba en que David en el salmo 110: 1 lo llamaba Señor, un título de divinidad (22: 41-45).  Aquella era la cuestión de fondo.  Dios había irrumpido más que nunca en la Historia.  Estaba anunciando el final del viejo pacto y a punto de dar inicio el nuevo.  La oportunidad de entrar en el Reino era innegable, pero no lo era menos el desarraigo espiritual que recaería sobre aquellos que cerraran ojos y oídos a lo que estaba sucediendo.  Se trataba de aceptar el mensaje del mesías, Señor de David, o de rechazarlo.  Así, con esta conclusión, se zanjó la oleada de cuestiones lanzadas sobre Jesús para desacreditarlo.  Mateo sitúa a continuación el último discurso de Jesús que se extiende desde el capítulo 23 al 25, pero de eso hablaremos más adelante.

CONTINUARÁ        

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