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Lucas, un evangelio universal (XXVI): ¿Qué mesías es Jesús? (9: 28-43)

Domingo, 19 de Julio de 2020

La anterior entrega dejó en el aire la referencia de Jesús a que algunos de los presentes – a los que el anuncio de la muerte de Jesús no debió parecerles precisamente estimulante – verían el Reino antes de morir.  La alta crítica se ha empeñado en contemplar en esa frase de Jesús un anuncio de su triunfo en breve y una prueba de que se equivocó.  La verdad es que semejante hipótesis es absolutamente inaceptable. 

Jesús acababa de señalar que su vida acabaría de manera violenta a manos de las autoridades religiosas de Israel y, por lo tanto, no cabía esperar un triunfo al llegar a Jerusalén sino un destino aciago.  Precisamente, esa realidad es la afirmada por Jesús y precisamente por ello anuncia, sin embargo, que habría para algunos la contemplación del Reino de Dios.  Ahí encajan precisamente los dos episodios que Lucas relata a continuación.  El primero es el de la Transfiguración (9: 28-36).  Episodio limitado a Pedro, Santiago y Juan, el grupo de discípulos más estrechos, en el quedó de manifiesto que Jesús era más que un simple artesano galileo, que a él lo reconocían la Torah – Moisés - y los profetas – Elías - (9: 32-33) y que era el Hijo de Dios al que había que escuchar (9: 34-35).  La experiencia fue, ciertamente, desconcertante – apabullante habría que decir – no sólo por lo totalmente inesperada sino también por lo que permitía atisbar de Jesús y de su enraizamiento con los planes eternos de Dios.  No sorprende que los tres discípulos que contemplaron todo quedaran abrumados y no se atrevieran a decir palabra de lo sucedido (9: 36).

El segundo relato no es menos revelador (9: 37-43).  Al día siguiente, al descender del monte donde había tenido lugar la transfiguración, les salió al encuentro una muchedumbre (9: 37) de la que emergió un padre pidiendo a Jesús que atendiera a su hijo único atormentado por un espíritu (9: 38-39).  Ya era bastante mal, pero a él se había sumado que los discípulos de Jesús habían sido incapaces de expulsarlo (9: 40).  Para Jesús, tan triste circunstancia no era atribuible a que los discípulos no hubieran sido suficientemente iniciados en el arte de expulsar demonios o a que no dominaran el ritual del exorcismo.  Semejante visión es propia del paganismo.  La clave de su fracaso había sido su falta de fe (9: 41).  Cuando, sin embargo, el demonio volvió a manifestarse, Jesús lo reprendió y lo devolvió sano a su padre (9: 42) lo que provocó la admiración de la gente ante la grandeza de Dios (9: 43).   ¡Ahí estaba una manifestación palpable del Reino de Dios!  Como recogerá Lucas en 11: 20: “Pero si yo por el dedo de Dios expulso a los demonios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros”.  Y es que el Reino es una realidad vinculada al rey-mesías.  Con él ha llegado y avanza a lo largo de los siglos hasta su consumación con la Parusía.  Sus inicios son modestos como un grano de mostaza o un poco de levadura en medio de la masa, pero su consumación no tendrá paralelo en la Historia del género humano. Algunos reciben de Dios la posibilidad de ver algo de su gloria final como sucedió con Pedro, Santiago y Juan en el monte de la Transfiguración.  Otros asisten a su manifestación de manera poco menos obvia como los que vieron la manera en que Jesús vencía a las fuerzas demoníacas por el dedo de Dios, pero, en todos y cada uno de los casos, ese reino ya quedó palpable y evidente para muchos de los contemporáneos de Jesús antes de su muerte.  Sigue sucediendo a día de hoy aunque no pocos – como en la época de Jesús – no sean capaces de verlo e incluso nieguen sus señales.  En ese reino se puede entrar ya, pero, esa entrada – como la que tiene lugar en cualquier reino - implica saber cómo ha de comportarse uno en su interior y cómo se franquean sus puertas.  Pero de eso hablaremos en la próxima entrega.

CONTINUARÁ