Jueves, 28 de Marzo de 2024

Lucas, un evangelio universal (XL): El Dios que busca a los perdidos (15: 1-32)

Domingo, 2 de Mayo de 2021

El capitulo 15 de Lucas constituye una de las cimas de los evangelios y con ellos de la literatura universal.  Lo que Pablo expresa de manera contundente y directa en los tres primeros capítulos de Romanos, que el ser humano está perdido, que es incapaz de salvarse por sus obras y que sólo la acción directa de Dios, puro amor y pura gracia, puede sacarlo de semejante estado, Jesús lo relata aquí en tres parábolas, dos breves y una, la más extensa y también la más hermosa de todas las que pronunció.  ¿A qué se parece el ser humano?  A una oveja que se pierde (15: 1-7).  Esa oveja es incapaz de recuperar la senda de la que se extravió, esa oveja acabará en las fauces de una alimaña, esa oveja, a finde cuentas, sólo tiene una esperanza de salir de su triste destino y es que el pastor salga a buscarla y la encuentre.  El ser humano también es como una moneda perdida (15: 8-10).  ¿Puede volver una moneda extraviada al bolsillo de su ama?  ¿Puede subirle por la pierna desde el rincón donde cayó hasta regresar a su lugar?  Por supuesto que no.  Si la mujer no remueve todo hasta encontrarla, perdida se quedará.  Por supuesto, cuando el pecador extraviado es recuperado hay alegría en el cielo (15: 7 y 10), pero nada podría hacer éste para volverse si Dios no hubiera ido a buscarlo.

Muy posiblemente, la manera en que esta visión peculiar del mundo quedó expresada con mayor claridad fue en la parábola más hermosa y conmovedora de Jesús, la mal llamada parábola del hijo pródigo porque, en realidad, debería ser conocida como la parábola del buen padre o, más apropiadamente, de los dos hijos.  El relato es sencillo y está dividido en dos partes muy claras.  El primero comienza cuando el menor de una familia de dos hijos exige a su padre que le entregue su parte de los bienes que le corresponden y se marcha lejos a disfrutarlos.  Allí, quizá siguiendo el principio de que “lo que sucede en Las Vegas, en Las Vegas se queda”, gastó el dinero a tontas y a locas que es lo que significa la expresión griega.  No es que fuera un inmoral o un degenerado.  Es simplemente que no sabía cómo administrar el dinero, un dinero que no había ganado con su esfuerzo, y, como tantos otros, lo dilapidó (15: 13).  Y entonces vino la crisis económica.  Mientras tuvo dinero, en aquel lugar del extranjero debió caer bien de la misma manera que los jeques árabes siempre son simpáticos.  Sin embargo, llegada la crisis se convirtió en un apestado como lo son los hispanos que entran ilegalmente en Estados Unidos o los africanos que hacen lo mismo en Europa.  ¡Ya hay bastante problemas – y serios – como para que vengan a complicar la vida los extraños!  El muchacho, ya sin medios, se fue pegando a un natural del lugar para ganarse la vida y, efectivamente, un empleo consiguió (15: 15).  Lo envió a cuidar cerdos, una ocupación de por si desagradable, pero especialmente asquerosa e inmunda para un judío.  Aquellos puercos eran objeto de mayor atención que el pobre extranjero.  A decir verdad, le habría encantado llenarse la andorga con la bazofia que comían los cerdos, algo, dicho sea de paso, de lo que no podía tener la menor esperanza (15: 16).  Fue entonces cuando el muchacho volvió en si, una expresión que indica una reacción semejante a la del borracho que se despierta en medio de la embriaguez o el extraviado que, repentinamente, se percata de donde se encuentra. (15: 17).  Eso fue lo que pasó con el mancebo que decidió regresar a su casa donde los jornaleros vivían mejor que él.  Pensó en el discurso que diría a su padre – un discurso en el que reconocía que no sólo se había portado mal con él sino también con Dios - y emprendió el camino de regreso seguramente repitiendo las frases que pensaba utilizar (15: 18-19).  Debió caminar mucho hasta que llegó a su país y, finalmente, se acercó a su antiguo hogar.  En ocasiones he pensado que quizá su padre salía por las tardes y miraba a lo lejos para ver si regresaba su hijo y, esta vez, efectivamente, vio al muchacho a lo lejos.  No esperó a que llegara, no le reprochó nada, no pronunció el odioso “ya te lo dije”.  Echó a correr a su encuentro, lo abrazó y lo besó (15: 20).  El muchacho comenzó entonces a decir el discurso que había preparado, pero no consiguió acabarlo.  Apenas iniciado, el padre lo interrumpió y ordenó que le dieran el mejor vestido, que le pusieran un anillo y que calzaran aquellos pies seguramente destrozados por el camino.  Acto seguido, ordenó que se celebrara un banquete para regocijarse porque el hijo muerto había vuelto a la vida y, efectivamente, todos comenzaron a sentir y manifestar la alegría de aquella existencia salvada (15: 21-23).  Aquí podría haber terminado la parábola y presentaría un claro paralelo con las otras dos anteriores.  Sería un nuevo relato sobre aquel que no puede salvarse a si mismo y que todo lo ha de confiar al Dios que acude a salvarlo.  Sin embargo, Jesús inicia ahora un segundo acto.  El hijo pródigo tenía un hermano y a ese hermano la misericordia del padre le pareció injusta, incluso repugnante.  ¿Cómo podía su padre celebrar un banquete para aquel perdido?  Sobre todo, ¿cómo podía hacerlo con su hermano y no con él que era mucho mejor? (15: 29).  El hijo mayor incluso se permitió acusar a su hermano de gastar el dinero con prostitutas, una acusación cuya base ignoramos y que a mi me ha llevado a pensar en alguna ocasión que es en lo que se lo habría gastado el hermano del pródigo si hubiera tenido ocasión (15: 30).  No, bajo ningún concepto, entraría en esa fiesta que se ofrecía gratis a quien no se lo merecía (15: 28).  La respuesta del padre es todo un tratado de teología.  También el hijo mayor podría entrar en el banquete y si no lo hace es porque es incapaz de ver que la salvación es un regalo inmerecido y no un premio por las obras supuestamente buenas.  De esa manera, no comprende la realidad de la relación entre Dios y los hombres – el Dios que va a buscar a los perdidos que no pueden salvarse a si mismos – y se queda fuera de la salvación y de su gozo.       

La enseñanza de Jesús difícilmente hubiera podido ser más clara.  Nadie es capaz de salvarse por sus propios méritos como dejan de manifiesto las situaciones desesperadas e impotentes reflejadas en las parábolas de la oveja perdida, de la moneda extraviada o de los dos hijos.  Sin embargo, Dios ha enviado a Su Hijo para encontrar a toda esa gente perdida y extraviada.  Fuera de la posibilidad de salvación están no los malvados – a los que también se ofrece el perdón – sino aquellos que se consideran tan buenos, tan justos, tan religiosos que se niegan a estar al lado de los pecadores sin percatarse de que sus propios pecados pueden ser mucho peores.  A fin de cuentas, si el hijo mayor no entra en el banquete celebrado por el padre no es porque se le cierren las puertas sino porque él, en su soberbia autojustificación, se las cierra.  Se considera tan superior moralmente que no soporta la idea de verse al lado de un pecador confeso. Es precisamente su actitud – que no otra circunstancia – la que le impide disfrutar de una celebración rezumante de alegría.  ¡¡¡Ay de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, en lugar de acudir humildes a los pies de Dios pidiendo perdón, un perdón que no merecen y que Dios les ofrece gratuitamente, han pretendido que se salvarán por sus obras, por sus méritos, por sus sacramentos o por sus ceremonias!!!  No han comprendido ni siquiera el ABC del Evangelio.

CONTINUARÁ   

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