Miércoles, 24 de Abril de 2024

Lucas, un evangelio universal (VII): El contexto (3: 1-2)

Domingo, 16 de Febrero de 2020

En el año 25 d. de C., hizo irrupción en la vida de Israel un personaje que ha pasado a la Historia con el nombre de Juan el Bautista.  Sus coordenadas espacio-temporales – paralelas a las de Jesús hasta esa fecha – aparecen recogidas por la fuente lucana.   Lejos de tratarse de una mera nota histórica, Lucas estaba trazando todo un panorama del mundo en que se desarrollaría el ministerio público del Bautista y, aproximadamente, medio año después, el de Jesús.  Aunque he tratado el tema con mucha más extensión en Más que un rabino señalando las fuentes históricas, creo que resulta obligado poder detenernos brevemente en este aspecto por lo que nos dice del mundo en medio del que se desarrolló el ministerio de Jesús.  En la pirámide de ese mundo se encontraba Tiberio César, el emperador de Roma, la primera potencia de la época.  En el año 14 d. de C., Tiberio se había convertido en emperador – lo sería hasta el año 37 – tras una larga peripecia personal.  Hijo de Tiberio Claudio Nerón y de Livia Drusila, Tiberio vivió el divorcio de su madre y su ulterior matrimonio con el emperador Octaviano.  De esa manera, Tiberio se convirtió, primero, en hijastro del emperador, se casaría después con su hija Julia y, finalmente, sería adoptado por Octaviano.  Tiberio dio muestras de una notable competencia militar. Aborrecía las religiones orientales y, en especial, la egipcia y la judía y, por encima de todo, albergaba un temperamento depresivo y una mentalidad pervertida.  En el año 26 d. de C., decidió abandonar Roma y, tras dejar el poder en manos de los prefectos pretorianos Elio Sejano y Quinto Nevio Sutorio Macrón, se marchó a Capri.  Allí se entregó a una verdadera cascada de lujuria.  A la vez que recopilaba una colección extraordinaria de libros ilustrados con imágenes pornográficas, disfrutaba reuniendo a jóvenes para que se entregaran ante su mirada a la fornicación.  Por añadidura, mantenía todo tipo de relaciones sexuales – incluida la violación – con mujeres y hombres y, no satisfecho con esa conducta, se entregó a prácticas que el mismo Suetonio relata con repugnancia:

 

     Incluso se cubrió con una infamia tan grande y vergonzosa que apenas se puede narrar o escuchar – mucho menos creerse – como que acostumbraba a niños de muy corta edad, a los que llamaba sus “pececillos” a que, mientras él nadaba, se colocaran entre sus muslos y, jugando, lo excitaran con la lengua y con mordiscos, e incluso, siendo ya mayores, pero sin dejar de ser niños, se los acercaba a la ingle como si fuera una teta.      

 

       Como en tantas épocas de la Historia, una potencia concreta, en este caso imperial, ostentaba la hegemonía y, al frente de la misma se hallaba un amo absoluto.  En el caso de Roma,  durante los ministerios de Juan, primero, y de Jesús, después, la cúspide de la pirámide la ocupaba un pervertido sexual que no tenía el menor escrúpulo a la hora de violar a hombres y a mujeres o de abusar de niños.

     La presencia del poder romano derivado del emperador Tiberio en la parte del mundo donde estaba Juan se hallaba encarnada en Poncio Pilato, el segundo personaje de la lista que encontramos en la fuente lucana.  

     El gobierno de Pilato (26-36 d. de C.) fue de enorme tensión y tanto Josefo como Filón nos lo presentan bajo una luz desfavorable que, seguramente, se correspondió con la realidad.  Desde luego, se vio enfrentado con los judíos en diversas ocasiones. El representante de Roma en la zona del mundo donde vivieron Juan y Jesús era, por lo tanto, un hombre sin escrúpulos morales, que despreciaba a los judíos, que no tenía problema alguno en recurrir a la violencia para alcanzar sus objetivos y que era sensible a las presiones que pudieran poner en peligro su posición. Como tendremos ocasión de ver, esas características se revelarían dramáticamente presentes en la vida de Jesús.  

    En tercer lugar, la fuente lucana menciona a tres personajes que representaban el poder local, a saber, Herodes, tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe, tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilinia.  Tan peculiar reparto estaba conectado con la desintegración del reino de Herodes el grande a manos de Roma.  Para entender ese episodio, debemos remontarnos varias décadas atrás.  Durante el convulso período de las guerras civiles que acabaron con la república de Roma y abrieron paso al imperio, un idumeo llamado Herodes se había convertido en rey de los judíos.  Muestra de su talento excepcional es que, por regla general, al iniciarse las guerras se encontraba en el bando que resultaría perdedor, pero siempre lograba al final del conflicto hacerse perdonar y beneficiarse del triunfo de los vencedores.   Comenzar un conflicto bélico en el bando perdedor y concluirlo siempre en el ganador dice no poco de Herodes.

    Herodes el Grande reinó desde el año 37 a. de C. al 4 a. de C. dando muestras repetidas de un talento político eficaz y despiadado.  Durante su primera década en el trono (37-27 a. de C.), exterminó literalmente a los miembros de la familia de los hasmoneos y a buena parte de sus partidarios, y, sobre todo, supo navegar por el proceloso mar de las guerras civiles romanas pasando de la alianza con Marco Antonio a la sumisión a Octavio.  Éste supo captar a la perfección el valor que para Roma tenía un personaje como Herodes y no sólo pasó por alto sus relaciones previas con su enemigo Marco Antonio sino que incluso amplió las posesiones de Herodes en la franja costera y Transjordania.

       Durante la siguiente década y media, Herodes, ya consolidado en el poder, dio muestras de un talento político notable.  Por un lado, intentó satisfacer a sus súbditos judíos comenzando las obras de ampliación del Templo de Jerusalén y celebrando con toda pompa las festividades judías.  En paralelo, se caracterizó por una capacidad constructora que se reflejó en la fortaleza Antonia de Jerusalén, el palacio-fortaleza de Masada o el Herodium entre otras edificaciones.  Era, sin duda, un monarca judío que, a la vez, se preocupaba por incorporar los avances de la cultura helenística – acueductos, nudos de comunicación, etc - con auténtica pasión.  No deja de ser significativo que, a pesar de su acusada falta de moralidad, se ganara la reputación de euerguetes (bienhechor) gracias a sus muestras de generosidad hacia poblaciones no-judías situadas en Fenicia, Siria, Asia Menor e incluso Grecia. 

        La última década de gobierno de Herodes (13-4 a. de C.) estuvo envenenada por confrontaciones de carácter doméstico provocadas por el miedo de Herodes a verse desplazado del trono por sus hijos.  De Mariamne la hasmonea – a la que hizo ejecutar en el 29 a. de C., en medio del proceso de liquidación de la anterior dinastía – Herodes tuvo a Alejandro y a Aristóbulo que serían envíados a Roma para recibir una educación refinada; y de Doris, una primera mujer posiblemente Idumea, tuvo a Herodes Antípatro.  En el 7 a. de C., con el consentimiento de Roma, Herodes ordenó estrangular a Alejandro y Aristóbulo.  La misma suerte – y también con el permiso de Roma - correría Herodes Antípatro acusado de conspirar contra su padre.  La ejecución tuvo lugar tan sólo cinco días antes de que el propio Herodes exhalara el último aliento en Jericó (4 a. de C.).

      El legado de Herodes fue realmente extraordinario y nada tuvo que envidiar, en términos territoriales, al del propio rey David.  Al llegar al poder en el 37 a. de C., Herodes sólo contaba con la Judea de Antígono.  A su muerte, su reino abarcaba toda Palestina a excepción de Ascalón; territorios en Transjordania;  y un amplio terreno en el noroeste que incluía Batanea, Traconítide y Auranítide, pero excluía la Decápolis.    Por otro lado, la absorción de los beneficios de la helenización eran indudables y, de hecho, los súbditos de Herodes eran, como mínimo, gentes bilingües que, pensaran lo que pensaran de la cultura griega, se aprovechaban, sin embargo, de no pocos de sus logros.  Sin embargo, toda aquella herencia no tardó en verse profundamente erosionada.

       A la muerte de Herodes, estallaron los disturbios contra Roma y contra su sucesor, Arquelao. La respuesta de Roma fue rápida y contun­dente. Séforis fue arrasada y sus habitantes ven­didos como esclavos. Safo y Emaús fueron destruídas. Jerusalén fue respetada aunque se llevó a cabo la crucifixión de dos mil re­beldes. Aquella sucesión de revueltas había dejado de manifiesto que Arquelao había demostrado su incapacidad para gobernar y semejante circunstancia no podía ser tolerada por Roma. De manera fulminante, el antiguo reino de Herodes fue dividido entre tres de sus hijos: Arquelao recibió Judea, Samaria e Idumea; Herodes Antipas, Galilea y Perea, con el título de tetrarca; y Filipo, la Batanea, la Traconítide, la Auranítide y parte del territorio que había pertenecido a Zenodoro. Por su parte, Salomé, la hermana de Herodes, recibió Jamnia, Azoto y Fá­selis, mientras que  algunas ciudades griegas fueron declara­das libres.

Los sucesores de Herodes no eran, ni de lejos, mejores moralmente que el monarca idumeo, pero sí eran más torpes, más incompetentes, más necios.  En el terreno de la política, ya fuera nacional o extranjera, los contemporáneos de Juan el Bautista y de Jesús, ciertamente, tenían pocas razones para estar satisfechos.

       Este cuadro – sin duda, sobrecogedor – transmitido por Lucas quedaba completado por la mención de las autoridades espirituales de Israel, el último recurso al que, supuestamente, podían acudir los habitantes de aquella castigada tierra. Una vez más, la fuente lucana deja de manifiesto una especial agudeza ya que menciona como sumos sacerdotes no a un personaje sino a dos, en concreto, Anás y Caifás.  Con esa afirmación – que un observador descuidado habría tomado por un error histórico – Lucas señalaba una realidad que marcó durante décadas la política religiosa en el seno de Israel.  El sumo sacerdote siempre fue, de facto,  Anás dando lo mismo si ostentaba o no oficialmente el título.  En otras palabras, en no pocas ocasiones, hubo un sumo sacerdote oficial – como Caifás – y otro que era el real y que se llamaba Anás.

Anás fue designado como sumo sacerdote en la provincia romana de Judea por el legado romano Quirinio en el año 6 d. de C.  Durante una década que fue del 6 al 15 d. de C. Anás fue sumo sacerdote.  Finalmente, el procurador Grato lo destituyó aunque no consiguió acabar con su influencia.  De hecho, durante las siguientes décadas, Anás mantuvo las riendas del poder religioso en sus manos a través de alguno de sus cinco hijos o de su yerno Caifás, todos ellos sucesores suyos como sumo sacerdotes aunque, en realidad, no pasarán de ser sus subordinados.  Josefo dejó al respecto un testimonio bien revelador:

 

 Se dice que el anciano Anás fue extremadamente afortunado.  Tuvo cinco hijos y todos ellos, después de que él mismo disfrutó previamente el oficio durante un periodo muy prolongado, se convirtieron en sumos sacerdotes de Dios – algo que nunca había sucedido con ningún otro de nuestros sumos sacerdotes [14].   

                 Anás y sus sumos sacerdotes subrogados, como acabaría diciendo Jesús, convertirían el templo en una cueva de ladrones (Mateo 21, 13).  Es un juicio moderado si se compara con lo que el mismo Talmud dice de los sumos sacerdotes de la época a los que se acusa de golpear con bastones, dar puñetazos o, en el caso de la casa de Anás, silbar como las víboras, es decir, susurrar con un peligro letal.

     Suele ser un hábito común el hablar pésimamente de la época que le toca vivir a cada uno e incluso referirse a un pasado supuestamente ideal y perdido.  Sin embargo, se mire como se mire, las coordenadas cronológicas expuestas por Lucas en pocas frases resultan dignas de reflexión.  El mundo en que Juan – y tras él Jesús – iba a comenzar su ministerio era un cosmos en cuya cúspide un degenerado moral renunciaba al ejercicio del poder para entregarse al abuso sexual de hombres, mujeres y niños; donde su representante era un hombre que carecía de escrúpulos morales, pero también tenía una veta oculta de cobardía; donde Israel seguía estando en manos de gobernantes malvados y corruptos, pero, a la vez, desprovistos del talento político de Herodes el grande; y donde la esperanza espiritual quedaba encarnada en una jerarquía religiosa pervertida en la que el nepotismo y la codicia resultaban más importantes que la oración y el temor de Dios.   En tan poco atractivo contexto, Juan el bautista comenzó a predicar en el desierto precediendo al mesías y, aproximadamente, medio año antes de que Jesús hiciera acto de presencia.

CONTINUARÁ


[14]   Antigüedades, XX, 9.1.

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