Jueves, 28 de Marzo de 2024

Lucas, un evangelio universal (LXIV): la última Pascua (IX): la crucifixión (II): (23: 26-49)

Domingo, 1 de Mayo de 2022

Podemos tener una idea del estado deplorable en que había quedado Jesús tras ser sometido a torturas y a la pena de flagelación al percatarnos de que era incapaz de llevar la cruz y hubo que recurrir, por tanto, a la ayuda de un transeúnte.  Se trataba de un hombre de Cirene - muy posiblemente un extranjero - llamado Simón (23: 26).  La imaginación de siglos ha ido describiendo un conjunto de caídas de Jesús en el camino al Calvario que incluso se ha convertido en la base de ceremonias, pero que carecen de la menor base histórica.  A decir verdad, hay que señalar la inmensa sobriedad de los evangelistas al relatar un episodio especialmente doloroso y cruento.  Lucas – y sólo él - añade el detalle de las mujeres que lloraban al paso de los condenados (Lucas 23: 27 ss).  Se trata de un dato muy exacto ya que existían grupos de mujeres piadosas que acompañaban a los reos para intentar suavizar en algo el paso previo al suplicio.  Dice no poco de Jesús que les indicara que no lloraran por él sino que derramaran sus lágrimas por el futuro que les esperaba a los habitantes de Jerusalén y a sus hijos.  Si en el mesías – el árbol verde – se había llegado a aquel grado de iniquidad, ¿qué cabría esperar de un sistema religioso ya seco?  (Lucas 23: 31).  La pregunta de Jesús tenía una respuesta obvia que se vería en toda su terrible crudeza en el año 70 d. de C., cuando la ciudad de Jerusalén fue arrasada por las fuerzas romanas y el templo totalmente destruido.        

Sobre las nueve de la mañana, Jesús llegó con los otros dos condenados al Gólgota.  Lucas relata cómo, pese a ser clavado en la cruz, Jesús elevó una oración al Padre para que perdonara a aquellos que no sabían lo que estaban haciendo.  El erudito judío David Flusser sugirió que la oración de Jesús suplicaba no el perdón de las autoridades judías que lo habían condenado sino el de los desdichados romanos que no eran conscientes de quién era el reo al que crucificaban (Lucas 23: 34).

A continuación, los soldados despojaron a Jesús de sus vestiduras (Lucas 23: 34).  Tanto las representaciones gráficas desde la Edad Media – era impensable para los cristianos de los primeros siglos representar a Jesús y menos en la cruz – como el cine nos ha acostumbrado a unas imágenes edulcoradas de la crucifixión.  Por decoro, Jesús siempre aparece vestido al menos con una pieza de tela ceñida en torno a su cintura.  La realidad fue mucho peor.  Jesús, como cualquier otro condenado, fue dejado completamente desnudo, expuesto a la vergüenza pública.  De hecho, como indican las fuentes lo despojaron de sus vestiduras sin que se hiciera excepción de ninguna.  A continuación, repartieron, como era costumbre, las prendas (23, 24).  Así, las últimas horas de Jesús recordaron de manera sobrecogedora a la descripción recogida en el Salmo 22, un texto escrito casi con un milenio de anterioridad:

 

           Se secó como un tiesto mi vigor y la lengua se me pegó al paladar y me has puesto en el polvo de la muerte.  Porque perros me han rodeado, me ha cercado una cuadrilla de malvados.  Han taladrado mis manos y mis pies.  Puedo contar todos mis huesos.  Me miran, me observan.  Repartieron entre sí mis vestiduras y sobre mi ropa echaron suertes.

   (Salmo 22, 15-18)      

 

Las tres horas siguientes constituyeron un feroz entrelazamiento de dolor, humillación e insultos.  Los que pasaban no perdían ocasión de mofarse y de expresar su desprecio hacia alguien del que se decía que había anunciado que derribaría el templo y que, sin embargo, ahora estaba desnudo y clavado a una cruz de la que no podía descender.  En aquel marasmo de sufrimiento, los otros dos ajusticiados lo injuriaban (Mateo 27: 44) mientras que los soldados (Lucas 23: 36-7) y los sacerdotes – que habían protestado ante Pilato porque el título de condena fijado en la cruz denominaba rey de los judíos a Jesús (Juan 19: 20-22) – no perdieron ocasión de lanzar sus burlas (Lucas 23: 35). 

Es más que posible que la mansa paciencia de Jesús durante aquellas tres primeras horas en la cruz fueran las que llevaran a uno de los ladrones a descubrir en él a alguien que no sólo era diferente de él y de su compañero sino que, muy posiblemente, fuera el que decía el titulus condenatorio clavado en la cruz: el rey de los judíos.  Era obvio que tanto él como su acompañante padecían un castigo por sus acciones que era justo (Lucas 23: 41), pero de Jesús resultaba obvio que no había causado ningún mal (Lucas 23: 41).  Pasar de esa constatación a suplicar a Jesús que lo recordara cuando viniera en su reino fue un acto natural e incluso obligado.  Aquel cuerpo pendiente de una cruz no era el de un malhechor justamente ejecutado sino el del mesías sufriente que tantos judíos conocían siquiera porque las profecías de Isaías lo habían anunciado. En el momento cercano a traspasar el umbral de la muerte, aquel criminal suplicó a Jesús y Jesús le respondió cómo lo había hecho con muchos otros a lo largo de su vida.  Ese mismo día estaría con él en el paraíso (Lucas 23: 43).  Algunas sectas milenaristas como los adventistas del séptimo día o los testigos de Jehová han insistido en que el texto debería ser traducido no como “verdaderamente te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” sino como “verdaderamente te digo hoy: estarás conmigo en el paraíso”.  Semejante afirmación es ridícula y choca con las reglas más elementales de la gramática griega.  Jesús estaba anunciando al ladrón arrepentido que ese mismo día estaría con él en el paraíso y afirmar otra cosa es chocar con las palabras literales de Jesús.  

En torno al mediodía – la hora sexta – tuvo lugar un oscurecimiento del sol posiblemente debido a un eclipse.  Lucas ha recogido el dato – también conservado por el Talmud – de que el velo del templo se rasgó entonces en claro simbolismo de que el sacrificio de Jesús en la cruz había sido presentado a Dios (23: 45) y entonces, habiendo cumplido con su misión, entregó su espíritu al Padre (23: 46). Lejos de tratarse de una ficción, tenemos referencias en fuentes judías a acontecimientos extraños sucedidos en relación con el lugar donde se celebraba la ceremonia de la expiación donde ya nada sería igual.  Al respecto, no deja de ser significativa la forma en que se narra cómo el lugar de la expiación quedó sometido a alteraciones que apuntaban al final del templo [1].  De manera bien reveladora, ese hecho aparece situado cuarenta años antes de la destrucción del templo de Jerusalén en el 70 d. de C., es decir, estaríamos hablando del año 30 d. de C., justo aquel en que Jesús fue crucificado [2].   

La muerte – contemplada de lejos por algunas mujeres que habían seguido a Jesús (Lucas 23: 49) - impresionó al centurión que había estado al mando de la guardia que custodiaba a los condenados.  Como en el caso del ladrón arrepentido, también había percibido que aquel hombre era diferente, pero, en apariencia, poca importancia podía tener su conclusión o el lamento de algunas que habían contemplado la crucifixión (Lucas 23, 47-48). Hubierase dicho que todo había concluido.

CONTINUARÁ

[1]  Robert L. Plummer, SOMETHING AWRY IN THE TEMPLE? THE RENDING OF THE TEMPLE VEIL AND EARLY JEWISH SOURCES THAT REPORT UNUSUAL PHENOMENA IN THE TEMPLE AROUND AD 30 en JETS 48/2, June 2005, pp. 301–16

[2]    En el Talmud, Yoma 6:3 se puede leer:  “Ha sido enseñado: cuarenta años antes de la destrucción del templo, la luz occidental se extinguió, el hilo escarlata siguió siendo escarlata y la parte del Señor siempre aparecía a la mano izquierda.  Cerraron las puertas del templo por la noche y se levantaron por la mañana y las encontraron abiertas de par en par.  El rabino Yohanan b. Zakkai dijo:  Templo, ¿por qué nos asustas?  Sabemos que estás destinado a ser destruido.  Porque ha sido dicho: Abre tus puertas, oh Líbano, para que el fuego devore tus cedros”.  No deja de ser significativa la manera en que se narra cómo en el año 30 d. de C., el lugar de la expiación quedó sometido a alteraciones que apuntaban al final del templo.  

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