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Estudio Bíblico XVII. Los libros históricos (VI): II Reyes

Viernes, 13 de Febrero de 2015
El pueblo de Israel se encontraba en una pésima situación en el período histórico en que da inicio el segundo libro de los Reyes. Lo que antaño había sido un reino poderoso en Oriente Medio se veía reducido ahora a dos entidades pequeñas – Israel y Judá – en un proceso de abierta decadencia.

​ Eliseo va a suceder a Elías como el profeta más relevante de la época cuando Siria se cernía como una amenaza y reinos sometidos a Israel como Moab manifestaban un deseo de emanciparse a cualquier coste. Precisamente por ello, alguno de los episodios contenidos en el libro como el de la curación de Naamán (c. 5) resultan especialmente reveladores. La misericordia de Dios no conoce límites ni siquiera para con los enemigos. Naamán era un oficial del ejército enemigo de Israel, pero no por ello dejó de recibir la compasión de Dios. Es un mal mensaje, sin duda, para los nacionalistas, pero bien revelador de lo que hay en el corazón de Dios. Eliseo, por cierto, fallecería en la certeza de que Israel no volvería, para desgracia suya, de sus malos caminos.

Precisamente, esa conducta es la que lleva al autor de este libro a despachar un reinado tras otro con pocos apuntes. Jeroboam II – de cuyo reinado da cumplida cuenta el profeta Amós en el libro que lleva su nombre – no recibe loas a pesar de la prosperidad de que disfrutaron algunos de sus súbditos. Por el contrario, se refiere que hizo “lo malo” y que hubo injusticia durante su reinado (14: 23-9). Al final, el reino de Israel – una sucesión ininterrumpida de malos reyes - acabó recibiendo lo que habían anunciado los profetas vez tras vez: el castigo por su sincretismo religioso y su injusticia. La potencia asiria aniquiló totalmente el reino de Israel y llevó al destierro a sus habitantes (c. 17). Nunca serían restauradas aquellas diez tribus sobre las cuales circulan leyendas, pero que desaparecieron totalmente.

A partir de ese momento, a inicios del siglo VIII, antes de Cristo, el pequeño reino de Judá sería lo único que quedaría de la antaño orgullosa monarquía davídica. La clave de su futuro estaría en si se volvería hacia Dios como clamaban los profetas o, por el contrario, continuaría confiando en sus instituciones políticas y religiosas y desoyendo los anuncios continuos de Dios.

El reinado de Ezequías – contemporáneo de los profetas Isaías y Miqueas – constituyó un claro ejemplo de que Dios estaba dispuesto a proteger a Su pueblo, pero sólo bajo ciertas condiciones. Senaquerib, el rey de Asiria, llegó hasta las mismas puertas de Jerusalén (c. 18-9), pero Dios escuchó a un Ezequías arrepentido que había aceptado el mensaje de Isaías, el de que sólo podrían sobrevivir si creían. Buena prueba de hasta qué punto Ezequías quería obedecer a Dios es que incluso destruyó un símbolo de la Historia nacional como la serpiente de bronce que Moisés había llevado en el desierto precisamente porque la gente le rendía culto (18: 4). Obviamente, una de las señales indubitables de que Judá se volvía a Dios era obedecer el mandato de la Torah (Éxodo 20: 1-5) de no rendir culto a ninguna imagen representaran lo que representaran. Ante un monarca arrepentido, Dios actuó protegiendo Jerusalén de caer en manos de los asirios, un episodio que, de mala gana, recogen las propias fuentes de Asiria.

Sin embargo, ni siquiera Ezequías llegó a aprender del todo la lección. Como recordé hace algunas semanas en un editorial del programa La Voz, Ezequías enseñó sus riquezas a enviados de Babilonia y cuando fue advertido de que esa conducta conduciría a la desaparición del reino en manos de esa potencia se limitó a decir que no le importaba si no sucedía durante su reinado.

Sus sucesores Manasés y Amón (c. 21) se limitaron a continuar el camino de maldad y sincretismo religioso que ya había sido castigado por Dios no pocas veces. Y entonces llegó el rey Josías… Su peripecia constituyó todo un hito en la Historia de Israel. Como todos los movimientos de reforma, el suyo comenzó a partir de la Biblia. No cabe engañarse. Las reformas nunca empiezan – ni pueden empezar – por otro lado salvo el de la Palabra de Dios. Fue la lectura de la Torah la que mostró a Josías la penosa situación en que se encontraba el reino de Judá (c. 22-23). No fueron las autoridades del templo de Jerusalén, ni el sumo sacerdote ni tradiciones de siglos sino el testimonio de las Escrituras lo que tocó el corazón del rey Josías. Precisamente por ello, Josías derribó todas las imágenes a las que se rendía culto y limpió la tierra de idolatría, de astrología (23: 5) y de adivinación (23: 24). Como dice la Biblia, ni antes ni después hubo un rey que obedeciera así la Torah (23: 25).

Desgraciadamente, el regreso del rey Josías a las Escrituras – del que fue testigo un joven Jeremías - no tuvo continuidad en sus sucesores. Joacaz, Joacim, Joaquín y, finalmente, Sedequías continuaron desobedeciendo las advertencias de un profeta Jeremías que anunciaba que el hecho de contar con el templo de Jerusalén no garantizaría – como nunca ha garantizado ningún templo – la supervivencia del reino. Al final, el reino de Judá, que ya había sufrido alguna deportación parcial, fue destruido por Nabucodonosor II, Jerusalén fue tomada y su templo resultó arrasado. Como había profetizado Isaías, la riqueza fue llevada a Babilonia y Sedequías, el rey que había sido ciego a los mensajes de Jeremías fue cegado – esta vez de manera literal – por los babilonios (25: 6-7).

El II libro de Reyes concluye con una cierta nota de esperanza al señalar que el rey de Babilonia comenzó a tratar con consideración al rey judío cautivo. Los judíos – que, como veremos, acabaron regresando del exilio – aprendieron algunas lecciones de aquel destierro que han seguido obedeciendo hasta el día de hoy de manera firme. Jamás han vuelto a rendir culto a una imagen y jamás han rendido culto a un ser que no fuera Dios. Ambas conductas constituyen pecados horrendos de idolatría, el pecado que había derivado en la desaparición del reino de Israel y en la destrucción y deportación del reino de Judá.

 

Lecturas recomendadas:

La historia de Naamán (c. 5); el final del reino de Israel (c. 17); reinado de Ezequías (c. 18-20); reinado de Josías (c. 22-23); el final del reino de Judá (24: 18-25: 30).

 

 

 

El Evangelio de Marcos

El Dios que desciende (1: 40-45): y cuarta parte

La semana pasada anuncié el final de la exposición de este capítulo primero de Marcos. Debo hacerlo hoy resumiendo algunos de los puntos clave relativos al relato de la curación del leproso.

El primero es que Jesús estaba más interesado en las personas que en la interpretación religiosa que algunos pudieran tener. Es cierto que tocar a un leproso confería la impureza y no es menos cierto que el evitar hacerlo ayudaba a no caer en el contagio. Sin embargo, Jesús antepuso a esas consideraciones la compasión. Como señalaría (Mateo 9: 12-3) citando del profeta Oseas (6: 6), él era más que consciente de que Dios prefería la misericordia al sacrificio. Ya puede imaginarse lo que habría pensado de aquellos que consideran que no tomar carne en ciertos días del año o no usar anticonceptivos es una muestra de obediencia a la ley de Dios…

 

El segundo es que Jesús estaba más interesado en mostrar compasión que en suscitar la atracción de la gente. Había tocado y curado a un leproso porque Dios desciende hasta el dolor humano no porque pretendiera engrosar el número de sus seguidores, construir edificios inmensos dedicados a Dios o aumentar el dinero de sus arcas. Aún más. Hasta pidió al leproso que no pregonara lo sucedido.

El tercero es que Jesús respetaba la Torah y no era ni un relativista ni un anarquista moral. Al leproso le dijo que, según establecía la Torah, fuera a presentarse a los sacerdotes y

Finalmente, el cuarto es que Jesús dejaba de manifiesto que la obediencia unida a la curación es el testimonio del Reino de Dios. El Reino de Dios no es el seguimiento de unos principios morales – no digamos ya si esos principios ni siquiera se encuentran en la Biblia sino que son meras disposiciones humanas – ni la pertenencia a un grupo que se cree superior ni tampoco el dominio de la sociedad en un maridaje de religión y política. El Reino de Dios es la respuesta al llamamiento de Dios de convertirse y comenzar una nueva vida, es recibir la limpieza que sólo procede de aceptar por fe el sacrificio de Jesús en la cruz y es recibir una sanación que ningún ser humano puede proporcionar. Esos factores sumados son también el testimonio del Reino.

Los que hemos entrado en ese Reino podemos afirmar:

- Que no hemos entrado por nuestros méritos sino por la gracia de Dios

- Que hemos experimentado el perdón y la justificación que no puede ganar ni comprar obra o mérito humano sino que sólo se pueden recibir a través de la fe

- Que seguimos a Jesús como el Siervo-mesías que es rey de ese Reino y

 

- Que ansiamos dar testimonio con nuestra vida completa de cómo ese Rey no tiene punto de comparación con cualquier otro.

Así es porque Dios nos toca en Jesús el mesías.

Así es porque Dios sigue esperando que alguien venga y le diga no sus supuestos méritos o sus supuestas buenas obras o sus supuestas ceremonias sino algo tan sencillo como lo que dijo el leproso: si quieres, puedes limpiarme.

Que así sea.