Viernes, 29 de Marzo de 2024

De inquisidores de ayer y hoy

Jueves, 23 de Abril de 2009

El domingo de la semana pasada, publicaba La Razón un artículo mío en el que agradecía yo al cardenal Cañizares el que hace un par de años me salvara de una conjura confesional que buscaba expulsarme de la COPE alegando que no era católico. Lo contaba yo ahora porque Cañizares carece ya de poder en la iglesia católica de España tras su marcha a Roma y nadie podría interpretar mis palabras como un gesto de adulación. También era yo discreto y guardaba silencio sobre las identidades de personas que desde antes de que asumiera la dirección de La Linterna se dedicaron a intrigar contra mi por el simple hecho de ser evangélico. Pues bien le ha faltado tiempo a uno de ellos para contar en su página web cómo se dedicó a buscar entre mis libros hasta que encontró uno que pudo presentar a un obispo para intentar expulsarme de la COPE. Por si la confesión de semejante acto meritorio – aunque no sé si con mérito de congruo o de condigno - no fuera suficiente, el personaje en cuestión carga contra Federico – una obsesión suya desde hace años, quizá porque Federico no quiso darle acomodo en la Linterna dado que el sujeto carecía de un mínimo nivel para ser contertulio – repitiendo que el director de La Mañana y Pedro J utilizan los micrófonos de la COPE para defender el aborto y apoyar a Rosa Díez que es una furibunda abortista. Sabido es de todos que esas afirmaciones no se corresponden con la verdad, pero ¿desde cuándo la verdad le importa a esta gente? Como guinda del pestilente pastel, el aprendiz de Torquemada asevera que no le parece mal que un ateo, un protestante o un gay (por lo visto, son lo mismo) trabajen en una empresa católica, pero siempre que no ocupen la dirección de un programa ni hablen. La verdad es que tuve que pellizcarme varias veces para asegurarme de que lo que leía era cierto y que no me había visto transportado a la época en que la Inquisición se deshacía de todo tipo de individuos sin especial problema.

Hubiera yo pensado que alguien que no deja de hacer gala de su acrisolada piedad dedicaría su tiempo a la oración, a la santificación personal o a la práctica de la caridad impulsando obras como Los panes y los peces de Federico que están permitiendo que tantos indigentes tengan un plato de comida. Pues no. Se dedica más bien a expurgar lo que los demás escriben a ver si encuentra en alguna línea algo que le permita hundir la reputación de una persona y de paso dejarla en el paro. ¡Notable ejemplo de piedad! ¡Admirable muestra de caridad! ¡Rutilante joyita de conducta cristiana! Quizá me quedaría algo más tranquilo pensando que el individuo de marras es simplemente un fanático religioso que no puede tolerar a nadie distinto a su lado y que con celo equivocado, pero quizá hasta bienintencionado, sólo busca realizar una limpieza espiritual de nuestra sociedad. Me temo – conociendo sus antecedentes – que se trata de un biotipo perteneciente a otra especie, la de los que ansían trepar mediante el socorrido expediente de arruinar la existencia de otros. A esa especie, pertenecieron aquellos que en el s. XVI denunciaron a Fray Luis de León no porque creyeran en realidad que el erudito era heterodoxo sino porque ambicionaban su cátedra, y los que vigilaban a los judíos conversos no porque dudaran realmente de su conversión sino porque soñaban con ocupar sus puestos, y los que delataban al Santo Oficio a sus vecinos cubiertos por un procedimiento perverso que no permitía al pobre acusado saber quién lo había denunciado ni por qué. Todavía hace unas décadas conocí a gente como ésa. Los vi denunciar a una pobre evangélica a la policía de Franco hasta que lograron que le quitaran a su hija y precipitaron su muerte en un hospital. La desdichada mujer no hacía mal a nadie, pero su existencia debía resultarles intolerable. También conocí a algunos de los que, acusados por ellos de no profesar la religión oficial, perdieron su empleo permitiendo de esa manera que los ortodoxos denunciantes ocuparan su puesto de trabajo.

Tras el concilio Vaticano II, en plena democracia, con ley de libertad religiosa y, sobre todo, a pesar del testimonio intachable de respeto procedente de tantos de sus correligionarios que, gracias al Altísimo, no son como ellos, estos inquisidores de ayer y de hoy siguen existiendo e incluso se jactan de sus actividades. En el siglo XVI, en el s. XVII,en el s. XVIII, incluso hasta inicios del s. XIX, cuando la Inquisición ejecutó en España al último protestante, un levantino llamado Cayetano Ripoll, encantados de la vida nos hubieran denunciado al Santo Oficio para que dispusiera inexorablemente de nuestras vidas y haciendas. Hace unas décadas, se hubieran ocupado del cierre de lugares de culto, de la confiscación de Biblias e incluso de que nos dejaran en la calle. Ahora, nos anuncian que nos vigilan, que pasillean para denunciarnos ante los obispos y que intentan acabar con nuestra reputación aunque eso sí, nos permitirían seguir viviendo en alguna posición subordinada al lado de homosexuales y ateos en una especie de apartheid que, seguramente, les parecerá el colmo de la generosidad. No extraña que Cervantes en la Segunda parte del Quijote relatara la tristísima historia de los exiliados moriscos que habían marchado a la Alemania de la Reforma porque allí a diferencia de lo que sucedía en España había libertad. Si lo sabría él que fue excomulgado más de una vez y que, como tantos inocentes, pasó por la cárcel gracias a gente así.

Gracias a Dios, vivimos en 2009, porque si hubiéramos nacido hace un par de siglos, esa gente no hubiera parado hasta lograr que nos dieran muerte. Eso sí, como sucedió con los que condenaron a Jesús, invocando los más sagrados principios.

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