Viernes, 19 de Abril de 2024

Fuentes epigráfico-documentales (II): el denominado «Decreto de Nazaret»

Domingo, 25 de Septiembre de 2016
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LAS FUENTES ARQUEOLÓGICAS (IV): Fuentes epigráfico-documentales (II): el denominado «Decreto de Nazaret»

Quizá una de las fuentes epigráficas más controvertidas en relación con el judeo-cristianismo sea el denominado «Decreto de Nazaret». En el Cabinet des Médailles de París ha estado desde 1879 una pieza inscrita de mármol que formaba parte de la colección Froehner y cuyo único dato acerca de su origen es la nota que figura en el inventario manuscrito del propio Froehner, donde se califica como Dalle de marbre envoyée de Nazareth en 1878.

La primera persona que mostró interés por la pieza fue M. Rostovtzeff unos cincuenta años después de que llegara supuestamente a París. El mencionado historiador llamó la atención de F. Cumont sobre la misma y éste procedió a publicarla en 1930.[1] La inscripción está en griego, aunque cabe la posibilidad de que se escribiera en latín originalmente y lleva el encabezamiento de Diátagma Kaísaros («Decreto de César»). Su texto es, traducido del griego, como sigue:[1]

 

Es mi deseo que los sepulcros y las tumbas que han sido erigidos como memorial solemne de antepasados o hijos o parientes permanezcan perpetuamente sin ser molestadas. Quede de manifiesto que, en relación con cualquiera que las haya destruido o que haya sacado de alguna forma los cuerpos que allí estaban enterrados o los haya llevado con ánimo de engañar a otro lugar, cometiendo así un crimen contra los enterrados allí, o haya quitado las losas u otras piedras, ordeno que, contra la tal persona, sea ejecutada la misma pena en relación con los solemnes memoriales de los hombres que la establecida por respeto a los dioses. Pues mucho más respeto se ha de dar a los que están enterrados. Que nadie los moleste en forma alguna. De otra manera es mi voluntad que se condene a muerte a la tal persona por el crimen de expoliar tumbas.

 

El análisis paleográfico de la escritura de la inscripción revela que la misma pertenece a la primera mitad del siglo I d. J.C. Ahora bien, Nazaret está situado en Galilea y esta región sólo fue incorporada a la provincia de Judea —y, consecuentemente, al dominio imperial— en el 44 a. J.C. Del 37 al 4 a. J.C. había pertenecido al reino de Herodes el Grande, del 4 a. J.C. al 39 d. J.C. a la tetrarquía de Herodes Antipas y del 39 al 44 d. J.C. al reino de Herodes Agripa. Por lo tanto, si la inscripción pertenece a la primera mitad del siglo I d. J.C. y no puede ser fechada antes del 44 d. J.C. el emperador al que se refiere el decreto debe de ser forzosamente Claudio.

Desafortunadamente, no todos los detalles relacionados con el decreto resultan de tan fácil solución. Para empezar, cabría preguntarse si el mismo —que fue enviado desde Nazaret a París— fue hallado en la misma Nazaret. De ser así, también sería importante determinar si estuvo fijado en Nazaret y qué motivó que así fuera. No menos problemática de determinar resulta asimismo la ratio legis del decreto y la explicación relativa a la severidad de la pena. Por supuesto, el saqueo de tumbas no fue algo nuevo que tuviera sus inicios durante el reinado de Claudio. Pero aquí nos encontramos con una disposición emanada directamente del emperador y que además pretende ser sancionada con el ejercicio de la pena capital.

Una de las explicaciones sugeridas hace referencia al hecho de que Claudio podría ya conocer el carácter expansivo del cristianismo. Si hubiera investigado mínimamente el tema se habría encontrado con que la base de su empuje descansaba en buena medida en la afirmación de que su fundador, un ajusticiado judío, ahora estaba vivo.[1] Por supuesto, la explicación racionalista más sencilla de la historia era afirmar que el cuerpo había sido robado por los discípulos para engañar a la gente con el relato de la resurrección de su maestro (cf,; Mt. 28, 13). Considerando pues el emperador que la plaga espiritual que suponía el cristianismo provenía de un robo de tumba, podría haber determinado la imposición de una pena durísima encaminada a evitar la repetición de tal crimen en la tierra de Israel. La orden —siguiendo esta línea de suposición— podría haber tomado la forma de un rescripto dirigido al procurador de Judea o al legado en Siria y, presumiblemente, se habrían distribuido copias en los lugares de Palestina asociados de una manera especial con el movimiento cristiano, lo que implicaría Nazaret y, posiblemente, Jerusalén y Belén.

Esta tesis fue aceptada por A. Momigliano,[1] aunque posteriormente[1] la rechazó sin mencionar las razones que le habían llevado a cambiar de opinión.[1] El profesor F. F. Bruce[1] ofreció, ya en la década de 1970, una interpretación de esta fuente arqueológica que podría acercarse muy probablemente a la realidad. En primer lugar, señalaba F. F. Bruce, hay demasiado lugar para la incertidumbre en la inscripción como para que podamos ir más allá de una mera conjetura al conectarla con la expansión del cristianismo. Por otro lado, la inscripción de Nazaret (si es que realmente es de Nazaret) no es anterior al 44 d. J. C, pero pudiera ser también no muy posterior. La fuente de información de Claudio podría haber sido su amigo Herodes Agripa, que se caracterizó, como veremos en la segunda parte de este estudio, por una especial animadversión hacia el judeo-cristianismo. Poco después de la muerte de éste, Claudio podría haber decidido limitar las actividades de este grupo en la tierra de Israel. Con todo, Agripa podía distinguir el judeo-cristianismo del judaismo con una facilidad de la que no gozaba Claudio. Cuando la expansión del cristianismo causó problemas dentro de la colonia judía de Roma, Claudio no se molestó en hacer disquisiciones, sino que ordenó la expulsión de todos los judíos de la ciudad. Aceptando el carácter conjetural y no dogmático de la explicación de F. F. Bruce —que implica asimismo identificar al Chrestus de Suetonio con Jesús— podemos señalar que su tesis presenta un notable grado de probabilidad sin que, como él mismo reconocía, se le pueda otorgar una certeza absoluta.

Del análisis de las fuentes arqueológicas —muy escasas y no siempre seguras en cuanto a su identificación y datación— examinadas en esta parte de nuestro estudio podemos extraer las siguientes conclusiones :


CONTINUARÁ

  1. No tenemos restos de lugares de culto judeo-cristiano propios y separados del judaismo durante todo el siglo I d. J.C. o, al menos, durante la mayor parte del dicho siglo. En buena medida, las reuniones propias parecen haberse dado en casas particulares.
  1. A inicios del siglo II o finales del I d. J.C. empezamos a encontrar sinagogas propias específicas, con simbología y con elementos arquitectónico-cúlticos del judeo-cristianismo.
  2. Teniendo en cuenta lo expuesto en 1 y 2 parece, no obstante, que ciertos lugares disfrutaron de un especial aprecio entre los judeo-cristianos prácticamente desde el siglo I, aunque no podemos asegurar que ya en esa época fueran sede de un culto separado como, indiscutiblemente, lo fueron a partir del siglo II d. J.C. Estos sitios obtenían su especial consideración del hecho de venir identificados con momentos concretos de la vida de Jesús (la estancia de éste en la casa de Pedro en Cafarnaum, su morada en Nazaret, el lugar de su enterramiento cerca del Gólgota, etc.). Sabemos además que, en algunos casos, poseían tal relevancia que Adriano decretó en el 130 d. J.C. su profanación y la implantación en su lugar del culto a dioses paganos dotados de lejanas similitudes con la interpretación que de la figura de Jesús daba el judeo-cristianismo.
  3. Esta ausencia de indicios de un desapego al judaismo se percibe de igual forma en los restos funerarios relacionados con el judeo-cristianismo. Es normal —si damos por correcta la identificación de los mismos— encontrar situados en clara proximidad los restos mortales de judíos y judeo- cristianos presumiblemente pertenecientes a la misma familia. En algún caso específico, es probable que el judeo- cristiano en concreto haya incluso pertenecido a alguna familia sacerdotal.
  4. No contamos tampoco con restos que aboguen en favor de una celebración cúltica esencialmente distinta de la del judaismo. De hecho, las piscinas bautismales son, como poco, medio siglo posteriores a la muerte de Jesús y no disponemos de indicios de que los judeo-cristianos hayan violado jamás el mandato de la Torah relativo a la prohibición de hacer imágenes y rendirles culto.
  5. Finalmente, la única fuente mueble que podemos, con una mínima certeza, atribuir a este período, va referida a un rito relacionado con la curación física y espiritual de una persona y presenta paralelos notables, a nuestro juicio, con elementos contenidos en la carta de Santiago, de indudable adscripción judeo-cristiana.



 

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