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Martes, 19 de Marzo de 2024

Mateo, el evangelio judío (XXIII)

Viernes, 27 de Julio de 2018

El enfrentamiento con las autoridades espirituales de Israel (15:1-16:12)

En las últimas entregas señalábamos cómo la predicación de Jesús sólo podía provocar una reacción contraria de las autoridades religiosas de Israel. Esa reacción fue en lógico in crescendo. De hecho, el capítulo 15 y el inicio del 16, señalan algunos aspectos en los que el choque se produjo. El primero era el terreno de la tradición. Jesús creía en las Escrituras, pero rechazaba la idea de una tradición colocada a su lado. Sin embargo, para los fariseos – que acabarían imponiéndose en el Talmud – como, posteriormente, para la iglesia católica, la tradición tenía un valor no menor al de la Biblia. De hecho, sostenían – como, posteriormente, el Talmud – que Dios les había entregado a Moisés dos Torah. Una, la escrita, estaba en la Biblia; la otra, era la oral que ellos enseñaban. El gran problema de esa afirmación – como sucede con la tradición católica – es que es imposible de defender históricamente. La tradición judía – como la católica – presentaba contradicciones históricas que aparecen recogidas en el Talmud como, en el caso del catolicismo, sucede con la Patrística. La idea de la tradición, pues, puede servir para someter a los creyentes a una casta religiosa, pero no se sostiene ni histórica ni lógicamente. En los versículos del 1 al 8, Jesús deja de manifiesto cómo la tradición, pretendiendo ser la interpretación correcta de las Escrituras, sólo las pervierte y, por añadidura, anula la adoración verdadera porque implica sustituir la Palabra de Dios por lo que sólo son mandamientos de hombres. No se trata de una cuestión baladí ciertamente y permite comprender la animadversión hacia Jesús.

De hecho, el segundo episodio relatado en el capítulo 15 va en la misma dirección y tiene que ver con las normas dietéticas (15: 10-20). Para los judíos practicantes en la actualidad, las normas de kashrut siguen siendo de enorme relevancia. Incluso van más allá de lo contenido en la Torah. Por ejemplo, la Torah prohíbe consumir el cabrito cocido en la leche de su madre. Se trata de una norma que apunta a prohibir un rito pagano de la Edad del bronce. Pues bien los rabinos del siglo II d. de C. ya habían ampliado la prohibición al consumo de carne al mismo tiempo que los lácteos. La prohibición perdura actualmente e incluso algunos rabinos la han ampliado al pescado y los lácteos. La enseñanza de Jesús era, sin embargo, radicalmente distinta. Como simbolismo, la dieta kosher había tenido sentido en el pasado, pero lo importante era saber que no es lo que entra en el ser humano lo que lo contamina sino, por el contrario, lo que sale de él (15: 16-20). A fin de cuentas, lo que se come acaba, tarde o temprano, siendo expulsado, pero lo que surge del interior – adulterios, homicidios, robos, mentiras… - ah, eso es otro cantar. Eso sale y contamina mucho más que comer cerdo o marisco.

Lo que podía acabar sucediendo con un Israel que se negaba a ver la realidad y que, por el contrario, se aferraba a la idea de un estado que mantuviera en jaque a los gentiles, a tradiciones humanas, a dietas que transmitían la santidad era, ciertamente, dramático. La historia de la pagana que pidió a Jesús que sanara a su hija (15: 21-28) pone precisamente el dedo en la llaga de esa situación. Jesús había sido enviado “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (15: 24), pero lo cierto es que los paganos que acudieran a él con fe serían también recibidos (15: 28).

Jesús, ciertamente, estaba dispuesto a atender a las multitudes que acudían a él (15: 29-31) y a repetir prodigios como el de la multiplicación de los panes y los peces (15: 32-39). A fin de cuentas, Jesús no actuaba movido por una ideología sino porque “se le removían las entrañas” – traducción literal del “tengo compasión” del versículo 32.

Por supuesto, habría gente empeñada en su cerrazón religiosa que seguirían pidiendo una señal como manera de justificar su ortodoxia (16: 1-4). Sería gente que tendría incluso una especial habilidad para comprender el curso de la Naturaleza (16: 3), pero que mostraría una espantosa ceguera espiritual a la hora de captar lo que sucedía debajo de sus narices. A fin de cuentas, aquella generación – Josefo confirmaría el diagnóstico en su Guerra de los judíos – era perversa y adúltera, en términos espirituales. De esa levadura espiritual había que librarse porque corrompía profundamente (16: 5-12). La cuestión que, por supuesto, se imponía era determinar quién era Jesús para traer a colación cuestiones tan delicadas. De ello hablaremos en el próximo capítulo.

 

CONTINUARÁ

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